La soledad del árbitro
El árbitro pita y da comienzo a su propio calvario. Noventa minutos y lo que él mismo decida agregarle a su particular sesión de punching ball. A partir de ahí, como si fuera un pequeño agujero negro en el centro de la cancha, absorberá toda la energía, la furia y las frustraciones que se originen a su alrededor, será el depositario de los nervios y las inseguridades de jugadores, entrenadores y público y, de alguna manera, un poco más mística recibirá, vía coaxial, los improperios de los que miran el partido por cable.
Esta situación es inherente al oficio. El árbitro, como el proctólogo, conoce de antemano que el suyo no es un camino de flores. Sabe que una vez allí ya no tiene un nombre y un apellido, sino que es simplemente el árbitro, como si todos fueran el mismo y éste fuera la encarnación en pantalones cortos de la injusticia y el fracaso del mundo. Sabe también que si en su lugar ubicaran a un robot programado para ser infalible, una especie de oráculo mecánico, una parte del público seguiría acusando a la progenitora de la máquina de ejercer el más antiguo de los oficios, de la misma manera que nos acordamos de la madre del martillo cuando nos machacamos, sin querer, nuestro propio dedo.
No esperaban los árbitros que la televisión llegara para arbitrarlos a ellos y terminar siendo más juzgados que los propios futbolistas. Ahora, además de las desventajas habituales, cuentan con la competencia desleal de la repetición y la cámara lenta, con puntos de vista de cámaras que, en plan Gran Hermano, vigilan el espacio posicionadas en lugares humanamente imposibles; con líneas digitales que cruzan el campo a la caza de un offside omitido; con tertulias masivas que debaten y resuelven, entre comerciales, si ese balón estaba dentro o fuera del área cuando tocó el hombro o la mano, del bien o del malintencionado defensor.
Ahora el pitido final no es más que el comienzo de un nuevo martirio en donde el partido, terminado y empaquetado en un resumen de imágenes, se transforma en una gran piedra que rueda cuesta abajo y los aplasta en el camino. Una versión del mito de Sísifo.
En el fútbol moderno las entrevistas pospartido funcionan como una especie de cámara hiperbárica que permite a los protagonistas desviar parte de la presión que pesa sobre ellos, dirigirla hacia otro lado, y dónde mejor que en hombros del colegiado ya desprovisto del silbato. Ante estas sesiones de catarsis futbolera los jueces se encuentran maniatados y expuestos, no tienen un espacio de réplica, una trinchera desde la que responder al ataque.
La semana pasada se avivó en el calcio una escalada de acusaciones y enfrentamientos, poniendo en tela de juicio la competencia de los árbitros. No creo que haya aumentado la frecuencia con la que se equivocan, sí lo ha hecho la mediatización de su trabajo y la utilización ventajista de sus desaciertos.
En un torneo el referee es el único que no escucha aplausos ni vítores, el único para el que la indiferencia es la victoria máxima, el único para el que la recompensa al partido perfecto es el silencio.
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