Dos películas dos
Permítaseme celebrar el año nuevo yendo al cine. Dos películas establecieron el prestigio del cine sonoro en México: Vámonos con Pancho Villa y El compadre Mendoza, ambas dirigidas por Fernando de Fuentes (primo hermano de mi padre). Enseguida, Gabriel Figueroa obtuvo el premio de fotografía del Festival de Venecia (1936) y se inició la llamada Época de Oro del Cine Mexicano. Cine sobre todo de estrellas (Félix, Del Río, Armendáriz, Cantinflas) pero también de autores (Emilio Fernández y Julio Bracho). Todo esto brilló durante poco más de una década, seguido de un estrepitoso derrumbe al abismo de la vulgaridad, la estulticia y, lo que es peor, la mediocridad voluntaria. Sólo Luis Buñuel, en la etapa que va de Los olvidados a El ángel exterminador, le dio prestigio a un cine que en manos de Buñuel era personal, no nacional.
Otros, jóvenes autores, intentaron resucitar el arte del cine en México: Jorge Fons, Felipe Cazals, Humberto Gómez Hermosillo y, sobre todo, Arturo Ripstein. Su esfuerzo no fue en vano. Hoy, tres directores mexicanos sobresalen mundialmente: Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro. Se alega que su cine no es "mexicano", sino "internacional". Pleito ratero: no hay cine más "mexicano" que Amores perros o Y tu mamá también, que han sido, al mismo tiempo, grandes éxitos mundiales, y obras como Babel de Iñárritu o El Laberinto del fauno de Del Toro son, como las películas de Lang, Lubitsch o Renoir en Hollywood, obras internacionales de autores alemanes, franceses o mexicanos.
Digo lo anterior después de ver, con asombro y admiración parejos, Stellet licht (Luz silenciosa), de Carlos Reygadas. El elogio de la crítica europea a esta obra mexicana rebasa la estrechez fronteriza y se instala en la experiencia estética. Stellet licht se inicia con seis minutos en los que sólo vemos -y vemos todo- el amanecer. El ascenso del sol sobre el desierto. El nacimiento del día. Y el de la obra que vamos a ver, también. Digo enseguida que nunca se ha visto un acontecimiento decisivo de nuestras vidas -la aurora- como la ve Reygadas, quien enseguida nos introduce en el mundo de los menonitas en Chihuahua. Esta secta religiosa mantiene sus costumbres ancestrales, su austeridad de costumbres y vestimentas. Habla en neerlandés antiguo pero incurre en pasiones tan actuales como viejas: el adulterio y sus secuelas de disimulo, pasión y atracción, culminando en una escena en la que la muerte vive y los amores -el de Dios, el de los hombres- confunden el ocaso y el renacimiento.
La fuerza, la belleza, el sentido todo del cine de Reygadas no son ajenos a una tradición. Carl Dreyer, el gran director danés autor de La pasión y muerte de Juana de Arco y Ordet, está presente y está asimilado dentro del flujo estético que determina la relación entre tradición y creación. Ni ésta sin aquélla, ni aquélla sin ésta. Que Reygadas escoja una tradición es parte de la libertad de su creación. Que la tradición pertenezca menos al pasado del cine "nacional" y más a la de un arte "internacional" no disminuye los desafíos y los peligros que el director debió superar. Que Stellet licht llega a todos los públicos del mundo, los desafía y los enriquece, lo prueba la visión de esta obra en las salas del cine europeas. Ésta es una candidatura al oscar justificada y bienvenida.
La biografía de personalidades famosas es, en el cine, un subgénero en sí. En el pasado, Paul Muni casi agotó el repertorio: fue Pasteur, Zola y Juárez. El atlético actor norteamericano Cornell Wilde no cabía en la fragilidad tísica de Chopin y Richard Burton imitaba, pero no encarnaba, a Wagner. Estas biografías eran lineales -de la juventud a la vejez o a la muerte- pero todas contenían un instante de epifanía: el momento en que Madame Curie (Greer Garson) descubre la radioactividad, Bell (Don Ameche), la telefonía, o Edison (Spencer Tracy), la luz eléctrica. Simbólica entre todas es la escena en que el compositor Cole Porter (Cary Grant) se inspira para la canción Noche y día escuchando el trino de un pájaro y el goteo de una rama. Se trata de "la inspiración", ni más ni menos.
La virtud revolucionaria de la película I'm not there (No estoy allí) de Todd Hughes es que no sólo recrea, y mucho menos en línea recta, la existencia de Bob Dylan, sino que la encarga el papel del cantante y compositor a una mujer (la actriz Cate Blanchett), dándole extrañeza al personaje, pero también más verdad que la verdad misma: éste es Bob Dylan creándose como otro/otra. O sea: más real que la realidad. Pero hay más. La vida de Dylan es narrada por Dylan en sus canciones, pero el Dylan biográfico de las canciones es, en cada ocasión, un protagonista de las canciones. Dylan es un niño negro, un bandolero en retiro del siglo XIX, un actor engreído, superficial y cruel. Es un roquero drogado que encuentra a Dios y asume un papel evangélico.
La originalidad de esta propuesta abre una avenida inédita a la biografía cinematográfica. Pensemos en el chileno O'Higgins, el mexicano Juárez o el argentino San Martín observados como personalidades vivas, contradictorias, sujetas a la fragmentación del día en vez de la solidez de las estatuas. Así se acercó Gabriel García Márquez al "intocable" Bolívar en El general en su laberinto, incurriendo en la crítica de quienes ven al libertador como un ser de mármol. Sería, acaso, un acto liberador de nuestra vida histórica no "humanizar", sino des-componer a nuestros héroes, dándonos la libertad de re-compensarlos con atributos -defectos y virtudes- más similares a los nuestros.
Lo cual me regresa Reygadas, Del Toro, Iñárritu, Cuarón y Ripstein y su manera de ver a los seres humanos incluyendo a los mexicanos como biografías inconclusas porque es la imaginación la que los construye y des-construye. -
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