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Columna
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Los platos rotos de Sargadelos

Las sucesiones son peliagudas. No solamente en el mundo de la política, donde los errores tienen oportunidades de enmienda cada cuatro años y la ventaja de la relativa memoria del elector, sino en el universo empresarial. En cualquiera de los campos, los relevos generacionales en Galicia no se dan con demasiada frecuencia, y los que se acometen concluyen de forma discreta y natural -los más-, mediante un apaño coyuntural -bastantes- o de modo abrupto y aireado -los menos, pero más conocidos. Entre los más traumáticos, y desde luego de los más aireados, está el caso de Sargadelos-O Castro. No sólo por la personalidad del sucedido, una figura rayana en el mito como Isaac Díaz Pardo, sino por los métodos del proceso sucesorio y por la herencia en disputa, un grupo que durante décadas ha sido uno de los modelos o- de sociedad que aunaba lo mejor de los dos mundos, el sueño hecho realidad de hacer dinero con la cultura y viceversa.

Ahora se ha descubierto que algo había detrás de lo que aparentaba ser uno de los matrimonios más estables de Hollywood. De entrada, que el funcionamiento empresarial era un tanto particular. Porque la polémica entre el cofundador y los actuales rectores no es un asalto perpetrado por capital ajeno a una empresa tan apetecible como desprotegida, ni una operación malvada y sin finalidad, para destruir un legado (que al fin y al cabo, es el capital principal al que unos y otros pueden acogerse). Tampoco la versión accionarial del motín de la Bounty, desagradable pero inevitable para evitar el desastre. Es el divorcio incivil y cada vez más enconado entre quienes hasta hace poco parecían tener un proyecto en común, y salvo en los comunicados condenando las escisiones en los partidos estalinistas o en las sectas religiosas, nadie pasa de pronto de ser un compañero abnegado a una alimaña traidora que llevaba años torpedeando la consecución de objetivos.

Si la dirección del grupo pretendiese derivarlo al nicho de productos cerámicos de diseño relamido o supuestamente moderno y de alta rentabilidad, o al sector de enanitos de jardín, sería una desgracia que todos lamentaríamos, pero estarían en su derecho. Otra cosa es una serie de activos, de los que figuran en los balances o de los llamados intangibles, que deberían estar tutelados por el interés general, de la misma forma que al Arzobispado de Santiago no se le darían facilidades para transformar la catedral compostelana en un parque temático. Uno de esos activos es la dignidad de un hombre de 87 años, prácticamente todos dedicados a una causa, con sus aciertos y sus errores (esa labor de "templagaitas e limpamerdas", según su propia definición).

Herencias mal resueltas en el sector cultural hay a cientos, desde la de Alberti a la de García Lorca, por no hablar de la de Dalí. Pero el caso Sargadelos-O Castro es paradigmático no sólo de las dificultades de transmisión del liderazgo empresarial, sino también de la impotencia de la sociedad gallega en su conjunto. Desde la inusual y probablemente irrepetible petición conjunta de los tres ex presidentes gallegos hasta el logotipo solidario que campea en cientos de blogs, nunca nadie ha suscitado tanto y tan unánime apoyo como Díaz Pardo. Pero nunca tantos apoyaron tanto con tan escaso resultado, que diría Churchill. Si el rasgar de vestiduras que se oye desde Ortegal al Miño es todo lo que pueden hacer los poderes políticos, culturales y económicos de Galicia, vivimos en el país más solidario, pero a la vez el más inerme, de los alrededores.

O hay un secreto que se nos oculta, o se supone que en asuntos como éste, entre implicados, instituciones, sociedad civil y poderes fácticos pueden llegar a algún tipo de acuerdo para reconducir el tema. No estamos hablando de estrategias de la envergadura de la fallida operación rescate de Fenosa, donde nuestros adalides fueron derrotados, como Pedro el Cruel, por la intervención de un Bertrand Du Glesclin financiero. Ni de esas sangrías públicas en las que se usan nuestros dineros de contribuyentes para tareas más onerosas y menos honorables como sanear bancos temerarios o sociedades de contabilidad piramidal. Se trataría, en lugar de proclamar a voces quien tiene la razón, de buscar soluciones discretamente.

La situación recuerda a la de aquel líder surafricano contra el apartheid que tuvo que exiliarse en Estados Unidos. Su llegada a Nueva York constituyó todo un acontecimiento social y nadie que fuese alguien faltó a la fiesta de bienvenida, una auténtica hemorragia de solidaridad y glamour. A la mañana siguiente, el homenajeado, todavía embargado de emoción, se encontró con que no tenía ni un dólar ni a donde ir ni siquiera un número de teléfono al que llamar. Los otros ya habían cumplido.

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