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Columna
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El lenguaje

La mayor evidencia de que nuestros lenguajes son imperfectos sobreviene cada vez que tratamos de nombrar un sentimiento que carece de etiqueta precisa: ese vértigo de pérdida que suele acompañar a algunos crepúsculos, la mezcla casi obscena de tristeza y odio que despiertan ciertas muertes, ciertas ausencias inesperadas, el punto exacto que sirve de intermedio entre el anhelo y la amargura, que ningún encefalograma, por perspicaz que sea, logra registrar. Decía Chesterton que hace falta ser muy iluso para confiar en que un conjunto de gruñidos emitidos por una bolsa de aire, o su transcripción sobre una corteza, pueda agotar todos los matices del alma humana. De modo que la precariedad de nuestra comunicación casi constituye un punto de partida, un defecto insalvable de nuestra naturaleza al que debemos resignarnos como el deterioro de los tejidos o los estuarios nublados que se acaban por abrir en la memoria. El lenguaje acumula en su larga historia interferencias, prejuicios, errores de toda índole y orientación; sus cimientos se hunden en tiempos en que el mundo poseía otro tamaño y los hombres miraban de otra manera el cielo y las basuras, y es común hallar de cuando en cuando que sus tabiques están mal levantados, que cuenta con habitaciones perfectamente ociosas donde ya no hay nada que meter y salas demasiado suntuosas de las que las baldosas han terminado por saltar. Para remediar esas carencias, hubo filósofos que se lanzaron a la tarea, tan honrosa como inútil, de demolerlo de arriba abajo y tratar de reemplazarlo por otra herramienta nueva, transparente, donde cada cosa contara con un puesto preciso igual que en el tapete de un cirujano. Ahí tenemos esos juguetes rotos como el idioma analítico de John Wilkins, donde cada palabra nos permite conocer si el objeto que designa está vivo o muerto o vuela o camina sobre cuatro pies; o la característica universal soñada por Leibniz, en que cada frase resultaba poco menos rotunda, universal y necesaria que un axioma geométrico.

Una asociación feminista de Córdoba dice sentirse ultrajada por la unilateralidad del castellano y por el modo en que la mujer es sistemáticamente ofendida cada vez que empleamos ciertos vocablos. Rafaela Pastor, presidenta de la Plataforma Andaluza de Apoyo al Lobby Europeo de Mujeres, defiende el uso de términos como "miembra" y "jóvena" y llama a rebelarse contra las convenciones sexistas del lenguaje al considerarlas vestigios caducos de un pasado en que la mujer padecía esclavitud y ocupaba los puestos marginales de la sociedad. La protesta no es nueva: desde unos años a esta parte, la práctica políticamente correcta recomienda desdoblar los adjetivos y atrofiar las frases con redundancias del tipo compañeros y compañeras, alumnos y alumnas y algunos y algunas, seguramente en la ignorancia de que en el ejemplo "buenos días a todos", la última palabra no es masculina, sino un neutro que ignora salomónicamente la diferencia de sexos. Sin entrar a juzgar la ideología que disculpa tales esperpentos, mucho me temo que sus objetivos, como ha sucedido tantas veces en el pasado, acaben en papel mojado. Y por una sencilla razón que nada sabe de conveniencias políticas y que ha permitido a las lenguas sobrevivir hasta lo que actualmente son: la economía. Como la naturaleza nos enseña en tantos ejemplos, la vida avanza por el camino de la mínima resistencia: la luz elige la línea recta, las especies se decantan por los más aptos o los menos remilgados, y las palabras se amputan y distorsionan para reducir las diferencias, no para multiplicarlas hasta el infinito. Probablemente la lucha por la igualdad tenga más batallas pendientes en los ministerios y las salas de juzgados que en las páginas del diccionario: al fin y al cabo, a las palabras se las lleva el aire.

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