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Columna
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Liderazgo y sentido común

El sainete político montado el martes de la semana pasada por el principal partido de la oposición, que aspira a recuperar dentro de mes y medio el Gobierno perdido en las urnas hace cuatro años, arroja serias dudas sobre la correcta comprensión por Mariano Rajoy, Ángel Acebes, Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz- Gallardón -los cuatro actores de esa desafortunada pieza de costumbres- del término liderazgo como denotador unívoco de un concepto operativo. Porque las virtudes atribuidas por la plana mayor del PP a ese rasgo de carácter propio en teoría de los buenos dirigentes -tan identificable a primera vista como la estatura- brillaron por su ausencia en el aquelarre que expulsó al alcalde de la capital de España desde las caldeadas listas cerradas y bloqueadas al Congreso hasta las lucefirinas tinieblas exteriores a causa de los conjuros maléficos de la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Rajoy mostró sus deficiencias como líder en el conflicto entre Ruiz-Gallardón y Aguirre

La única competencia imaginable para la voz liderazgo -por la frecuencia de las citas y la solemnidad de tono- dentro del código político de Mariano Rajo sería la expresión sentido común, otro supuesto monopolio patrimonial -esta vez cognoscitivo- de los dirigentes populares del que estarían huérfanos todos sus rivales. Hace más de dos siglos el revolucionario Thomas Payne dio por descontado que su encendido panfleto a favor de la independencia de las trece colonias americanas descansaba sobre "simples hechos y sencillos argumentos" que sólo podrían ser ignorados por lectores cargados de prejuicios (El sentido común y otros escritos, Tecnos, 1990). El presidente del PP también parece convencido de que el descubrimiento de las medidas políticas favorables para el interés general de un país es algo tan sencillo como saber que dos y tres suman cinco o que se debe retirar la mano del fuego para no quemarse después de encenderlo.

En cualquier caso, el planteamiento, nudo y desenlace de la tragicomedia de celos políticos desatada por el veto interpuesto a última hora por Esperanza Aguirre a la presencia de Alberto Ruiz-Gallardón en las listas populares para el Congreso (su condición de alcalde de Madrid no le hubiese impedido compatibilizarlo, como demuestra la designación de otros seis alcaldes del PP para ocupar plazas de candidatos a la Cámara baja) han puesto en evidencia las escasas dotes para el liderazgo del candidato del PP a presidente del Gobierno y la falta de sentido común para resolver un problema de aritmética elemental demostrada por los cuatro participantes en el psicodrama.

Rajoy no sólo se mostró incapaz de imponer a tiempo su autoridad para disuadir por las buenas al alcalde de Madrid de su pretensión de figurar en las candidaturas para el Congreso, manifestada con insistencia y terquedad desde hacía meses. El líder del PP cedió además al chantaje de la presidenta de la Comunidad (inelegible para la Cámara baja, Esperanza Aguirre amenazó con dimitir de su cargo autonómico para presentarse también al Congreso si Ruiz-Gallardón conseguía finalmente su objetivo) y dio con la puerta en las narices al alcalde de Madrid en una escena tan ridícula para la victoriosa extorsionadora como para su humillada víctima.

Max Weber ha dejado una descripción ya clásica de los tres tipos ideales de fundamentación interna del acatamiento que prestan los hombres a ser dominados por otros mediante la violencia legítima: la justificación tradicional, basada sobre la costumbre del "eterno ayer" e invocada todavía por los patriarcas y los príncipes patrimoniales de viejo cuño; la justificación legal, sustentada en la creencia de la validez de las normas del derecho aducida por los modernos servidores del Estado; y la justificación carismática, suministrada por la capacidad de un individuo singular para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo.

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Descartado como aspirante a la investidura tradicional en el seno del PP, reservada para Fraga en su condición de presidente-fundador, sería todavía más difícil sostener que Rajoy suscita entre sus militantes y seguidores las irracionales pulsiones propias de los liderazgos carismáticos. El presidente del PP tampoco satisface los requisitos exigibles a quien pretenda ocupar en nuestra época el lugar del mago, el profeta, el rey guerrero, el capitán de banda o el condotiero del pasado: esto es, el papel de jefe de partido capaz de barrer en unas elecciones y de repartir entre su séquito las retribuciones materiales y los honores sociales conquistados mediante los votos.

A diferencia de Alberto Ruiz-Gallardón y de Esperanza Aguirre, que se han ganado sus entorchados en las urnas, Rajoy no ha conseguido aún justificarse dentro del PP con una victoria. Por ahora deberá conformarse con el liderazgo de escalafón que le proporcionó en su día la designación imperial de Aznar: una legitimidad meramente burocrática que la costumbre de Manuel Pizarro -la estrella ascendente del PP- de llamarle en público Don Mariano no hace sino subrayar.

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