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Columna
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Potencia aeronáutica

A juzgar por las prisas del Gobierno valenciano en aprobar un montón de actuaciones urbanísticas antes de que llegue el verano, se diría que el frenazo de la construcción y el pinchazo de ostentosas inmobiliarias fue un mal sueño pasajero. La buena noticia es que todavía queda territorio por asaltar y paisaje por destrozar. Ánimo, pues. Cuando la Bolsa naufraga, tierra firme vuelve a ser un buen refugio. Es decir, que los ricos pueden seguir comprando suelo, confiando en que la autoridad recalificará como es costumbre y cuando pase el nubarrón económico rematarán la faena. Los hay que no pueden esperar y están que se urbanizan encima. Por eso se apresuran a calcar aberraciones como la del aeropuerto impulsado por (don) Carlos Fabra, ese que con tráfico o sin él tendrá beneficios, que para eso está el presupuesto público. Llega la fiebre, o más exactamente la aerofagia, del transporte aéreo y ya proyectan en Alzira un aeropuerto privado, que además de sus despegues y aterrizajes instalará varios hangares para reparar aeronaves. Debe ser otra fase de la política agraria del PP, destinada a transformar la producción citrícola en vuelos de bajo coste o reconvertir labradores en mecánicos y pilotos. El proyecto incluye escuelas de aviación, es decir, que la tendencia es obtener el carné y cambiar el coche por el bimotor o el B-52, ya sea para ir al supermercado o a una peluquería de Kuala Lumpur. Mientras esta derecha fantástica proclama su liderazgo en sostenibilidad ambiental sin hechos que lo demuestren, que es la marca de la casa, le mete al planeta otro rejón a base de ruido, contaminación y molestias al vecindario. Riesgos aparte.

La expansión de las áreas metropolitanas acabó engullendo, con el tiempo, los aeropuertos del extrarradio. De manera que las nuevas pistas se planifican lejos, aunque con eficaces conexiones de transporte con las capitales, para alejar peligros y evitar engorros a la ciudadanía. El aeropuerto de Viena dista 25 kilómetros del centro urbano. La terminal del J.F. Kennedy quedó a 20 kilómetros de Nueva York. Londres tiene Heathrow a 24, Gatwick a 45 y Luton a 55. Para líneas de bajo coste, la pista de Beauvais está a una hora de París. Portugal abrirá en 2016 su nuevo aeropuerto internacional en Canha, a 170 kilómetros de Lisboa. Que el proyectado Cagamandurrios Air Line de Alzira, o como decidan bautizar a la criatura, ocupe parte de un lecho fluvial o estorbe a los vecinos por unos cuantos años -no deben quedar muchas reservas petrolíferas al precio que va el diésel- importa poco. Menos que la ampliación del puerto de Valencia, cuyas calamidades asociadas son bendecidas por casi todos los concursantes de la carrera electoral. A lo peor, con tanto tráfico aéreo sube la estadística de siniestralidad y a nadie extrañará que, mientras usted se ducha tranquilamente, le entre un monoplaza por el balcón, que también tenía una emergencia. La alcaldesa de Alzira, Elena Bastidas, le ha copiado la frase a Rita Barberá y dice que construir el aeropuerto supondrá colocar a Alzira en el mundo. ¿No estaba? Pues habría jurado que no quedaba lejos de Benimodo.

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