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Columna
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La vacuna Hernández Mancha

Buena parte de los lectores probablemente no recordarán quién fue Antonio Hernández Mancha y, sin embargo, fue el primer presidente de AP después de Manuel Fraga y el único que ha sido elegido democráticamente en toda la historia del partido representativo de la derecha española, primero como AP y después como PP. Hernández Mancha es el único presidente de AP o PP que no fue designado por el anterior presidente, sino que tuvo que competir con otros candidatos en un congreso extraordinario y que fue elegido por la votación mayoritaria de los delegados al congreso, concretamente frente a la candidatura de Herrero de Miñón.

Posiblemente AP en 1986 no se encontraba en condiciones de resolver la elección de su presidente por un procedimiento democrático. La absorción del electorado y de buena parte de los cuadros de UCD estaba muy próxima y faltaba la cohesión interna mínima para que se pudiera desarrollar un proceso de esa naturaleza. En todo caso, la elección democrática del presidente del partido fue un fracaso estrepitoso. En un par de años Manuel Fraga tuvo que dar marcha atrás y recuperar la presidencia de AP, poniendo a continuación en marcha un proceso para la designación de presidente, en el que se abandonaría expresamente el modelo democrático seguido en la elección de Hernández Mancha.

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A partir de entonces, la competición por el poder en el interior de AP, primero, y del PP después, ha consistido en intentar conseguir ser designado sucesor por quien ocupe la presidencia del partido. La competición no puede tener ninguna transparencia, sino que exige poner en marcha operaciones oblicuas para conseguir ganar la voluntad del presidente. Según parece, la candidata de Manuel Fraga era Isabel Tocino y fueron Rato, Álvarez Cascos y otros barones de AP los que lo convencieron de que designara a José María Aznar.

De forma similar, cuando José María Aznar decidió dejar de ser presidente del Gobierno y del PP, no convocó un congreso del partido para la elección de su sucesor, sino que designó directamente a Mariano Rajoy. (Lo convocó formalmente, pero con el nombre del presidente predecidido). ¿Cómo tomó esa decisión? ¿Por qué fue preterido Rodrigo Rato? ¿Por qué el sprint final de Ángel Acebes no dio resultado?

Visto desde esta perspectiva, el incidente Gallardón o, mejor dicho, Gallardón-Aguirre, no tiene nada de anómalo. Al contrario. Responde a la lógica de la competición por el poder en el interior del PP. Es obvio que Alberto Ruiz-Gallardón quería ir en la lista del PP para el Congreso no para ser diputado, sino para situarse en la carrera para la sucesión de Mariano Rajoy, de la misma manera que Esperanza Aguirre no quería que fuera justamente por eso.

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La diferencia en este caso respecto de los anteriores es que mientras que Manuel Fraga y José María Aznar dispusieron de un margen de maniobra muy amplio para designar a su sucesor, Mariano Rajoy, a menos que gane las próximas elecciones, no va a disponer de ninguno. El último acto de voluntad relevante de Mariano Rajoy para incidir en su sucesión al frente del PP ha sido el de excluir al alcalde de Madrid de la lista. Por eso ha recibido tantas presiones de Ruiz-Gallardón y de Esperanza Aguirre. El mecanismo de influir por vías soterradas y espurias en el presidente del partido ha sido el mismo del pasado. Lo que ocurre es que la lucha por el poder en el interior del PP no significa lo mismo hoy que cuando los presidentes eran Fraga o Aznar.

En algún momento, y creo que si el PP pierde las próximas elecciones ése va a ser el momento, se tendrá que volver a la fórmula Hernández Mancha. El fracaso estrepitoso de la fórmula ha operado como una suerte de vacuna frente al proceso de selección democrática de la dirección del PP desde entonces. Pero la vacuna tiene fecha de caducidad. Un partido tan importante como el PP no puede continuar indefinidamente con un procedimiento tan bárbaro, tan premoderno, de selección de líderes. En algún momento, que no puede estar muy lejos, tiene que arbitrar un modelo de competición interna en la lucha del poder con un componente mínimamente democrático.

El dedazo tan infaustamente famoso por la experiencia del PRI en México durante siete décadas no puede ser una forma estable de resolver el problema de la sucesión en el liderazgo de un partido de gobierno en una sociedad democrática. A mí me ha dado una cierta vergüenza propia, no ajena, porque aunque no tengo simpatía alguna por el PP, no puedo olvidar que es un partido de Gobierno de España, que me ha gobernado y que puede volver a gobernarme, ver las imágenes y leer las crónicas sobre la reunión de Rajoy, Acebes, Gallardón y Aguirre. Es una indignidad que se actúe de esa manera. Por parte de todos. Ahí no hay buenos ni malos. Todos han sido igualmente indignos.

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