El signo de lo imperecedero
Si hay un elemento simbólico que soporte con admirable consistencia y cotidianidad tanto la fantasía como la realidad, ése es el cementerio. En el campo de la literatura es un fruto contumaz que no entiende de Estaciones; en la realidad, es una referencia ineludible. ¿Quién no se ha adentrado en ellos, sea llevado de la obligación, la curiosidad, el encanto o el escalofrío? ¿Quién no ha leído los más hermosos cuentos de misterio sin perder el aliento con emoción incomparable? Yo he de decir que me encantan los cementerios y los visito cuando me descubro cerca de ellos porque me parecen reductos fascinantes por donde el que pasea puede dar rienda suelta a su imaginación. ¿Se debe quizás al murmullo de los muertos? ¿O acaso a la conciencia agudizada de nuestro paso por la vida? Salvo en los relatos de terror, sean leídos o transmitidos oralmente, no hay razón alguna para recelar de esos lugares tranquilos y apartados llenos de curiosidades, toques personales, mensajes manifiestos o encriptados y esa última llamada que viene a decirnos: "Yo fui como tú", desde la fría superficie de una losa grabada.
Tumbas de poetas y pensadores
Cees Nooteboom
Fotografías de Simone Sassen
Traducción de María Cóndor
Siruela. Madrid, 2007. 264 páginas. 42 euros
El enigma de la luz. Un viaje en el arte
Cees Nooteboom
Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal
Siruela. Madrid, 2007
144 páginas. 15,90 euros
Cees Nooteboom ha publicado un libro singular titulado Tumbas de poetas y pensadores. El autor confiesa: "He titulado Tumbas este libro quizá por el alegre sonido que tiene esta palabra en español". ¿Alegre? Yo siempre lo había considerado severo, grave, con sonido a redoble fúnebre, pero ante la propuesta de Nooteboom decido escucharlo de otra manera y entonces me viene a la memoria una estrofa de aquella cancioncilla de las excursiones juveniles: "Si no fuera por el rayo / de lunita que te alumbra / qué sería de tu fosa / qué sería de tu tumba" a la que seguía una efervescente repetición sincopada de la palabra tumba en alegre crescendo, que se contaba con el entusiasmo con que pretendíamos levantar el ánimo de ese tío Desiderio "siempre triste y siempre serio" que yacía en ella desde el comienzo de la canción.
Nooteboom, unas veces en viajes planeados, otras en encuentros imprevistos, es un visitador de tumbas, quizá podríamos decir un fetichista apacible y voyeur, que ha recopilado las impresiones de esas visitas, realizadas con un afán encomiable, junto a las fotografías de Simone Sassen. Conviene atender a sus razones: "Visitamos a unos muertos", dice, "a los que conocemos mejor que a la mayoría de los vivos". El lector es un rastreador carnívoro, se alimenta del material humano que le proporciona el autor y lo reconoce agradecido. A medida que lee va reconociendo el modus operandi del autor y, por ese camino, va entablando conocimiento con el autor mismo; un conocimiento sin contrapartida, pues el autor nada sabe de ese lector que tan adentro de él ha llegado; pero quien transmite se descubre siempre, de un modo u otro, ante el atento oyente o lector. Sigue diciendo Nooteboom: "El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas"; lo dice a propósito de que acudir a un entierro no es lo mismo que visitar una tumba, pues la característica de ésta es que está cerrada, que ha clausurado definitivamente una vida mortal y lo que queda, la obra quizá inmortal, perdura sobre la muerte, que es por lo que el visitante ha acudido a la tumba. Ese simulacro de presencia que señala una ausencia detiene al visitante ante la losa o el monumento y, sí, lo que en ese momento exacto lo clava a la tumba es la obra completa, la dedicación absoluta del autor a la obra. Es la obra.
Homero es un nombre que damos a las sucesivas versiones orales de un poema épico, La Ilíada, un texto que relata la sustitución de unos dioses por otros en el mundo antiguo, el cambio de lo dionisiaco a lo apolíneo, un cambio de mentalidad tan poderoso, para entendernos, como el que acompañó al Renacimiento o a la revolución industrial. Pero el viajero que se detiene ante la tumba de Virgilio o de Paul Celan reconoce el nombre y rememora la obra, no a la inversa. En cierto modo, al hacerlo así reconoce la individualidad y el poder creador, la propiedad de ese nido de emociones y pensamientos que lo ha conmovido hasta lo más hondo y, en ese sentido, se reconoce a sí mismo. La individualidad del autor también le dota de individualidad a él, lo reconoce como hombre libre y lector. El de Cees Nooteboom es un testimonio de admiración y respeto, un hallarse "en conversación con los difuntos" que, en realidad, se produce porque ha leído, porque una parte sustancial del conocimiento y la vida le ha llegado a través del poeta muerto y, debido a ese conocimiento del poeta, "superior al que tiene sobre la mayoría de los vivos", esa simulación de conversación se convierte en una reflexión sobre sí mismo a partir de la creación poética.
¿Qué decir a este modo de comunicarse a través del sentido profundo de las cosas? El libro de Cees Nooteboom es un libro bellísimo, magistral y humilde a la vez. Las tumbas visitadas -y admirablemente fotografiadas por Sassen- requieren a los lectores, es un libro para lectores, es un libro para gente que ama la literatura sin, por paradójico que parezca, caer en la idolatría. Hay algo íntimo, personal, en el hombre que se detiene ante la tumba de sus poetas amados. Los ama porque le han hecho reflexionar sobre la vida y porque le han mostrado la belleza insondable de un mundo estremecido por el dolor, las pasiones, la alegría, la desesperación y la incertidumbre, y porque al hacerlo, en cierto modo, le han rescatado de ese mundo turbulento, durante el tiempo de la lectura, para reconocerlo a él, al lector, como ser único, singular y privilegiado, como destinatario de una emoción que lo identifica y le nombra por sí mismo. Ese encuentro en el territorio de la imaginación es la fuente de gratitud y serenidad que lo lleva ante la tumba y, precisamente porque acudir a las tumbas de los poetas es como peregrinar a la obra cerrada y terminada, allí mismo entra en conversación con el difunto.
Este mismo Nooteboom ha peregrinado por los museos del mundo para encontrar ciertas obras de arte que le han hecho preguntarse sobre la luz que cae sobre la ficción pintada para iluminar la realidad de su mirada. En este segundo libro, comienza por preguntarse cuál es el punto de vista del pintor, es decir, el del que nos hace mirar la escena representada y sus significaciones; y con los dos mismos pintores que abre el libro (Hopper y Vermeer), lo cierra. Entremedias, el enigma que el espectador de la obra debe no ya descifrar sino, primero, reconocer. Ante el misterio, caben dos opciones: o descifrarlo (harto improbable si contiene la vida) o internarse en él. Las interrogaciones de Nooteboom van por el segundo camino y, si no generan conclusiones evidentes, generan riqueza de reflexión, que es lo que comparte con el lector. Pero aquí se habla de la obra, pura irradiación, no de la tumba, esa simulación de presencia que señala una ausencia. A lo largo del recorrido de las tumbas de los poetas, uno cree reconocer el signo de lo imperecedero; se va deteniendo ante cada una de ellas y el corazón se le llena de recuerdos o de curiosidad. El libro es solemne y cercano como pocos, tiene un indefinible aire de nostalgia y de necesidad; también de envidia, de madurez, de verdad profunda y de vida aleatoria. La serena y elegantísima belleza simbólica de la tumba de Yasunari Kawabata, la sencillez de la tumba de aquel Robert Graves que clausuró una puerta de su casa para no cortar la hiedra sagrada que la cubría, los recónditos medallones compartidos de la de Thomas Bernhard o la delicada presencia de Drusilla y Eugenio Montale son sólo ejemplos de la humilde y altiva huella que la verdad de la creación ha dejado plantada sobre la tierra.
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