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Columna
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De arquitectura

En la Galicia idílica pero pobre la arquitectura lo impregnaba todo, era el cimiento del territorio

La arquitectura viene a ser la piel de nuestro ser social y de nuestro yo. Es la cubrición viva que encierra nuestras actividades. Estamos rodeados de arquitectura desde que nacemos hasta que morimos, desde el comienzo del día, al levantarnos de la cama, al circular por la calle, en el lugar de trabajo o de ocio, hasta que nos vamos a dormir, en verano y en invierno, al amar, al sufrir, al viajar, en la contienda y en el acuerdo... Pero no solo es algo ajeno que nos envuelve, sino que hacemos arquitectura cuando elegimos unas cortinas o una librería y aplicamos nuestros propios gustos dentro de casa: nosotros, como habitantes, somos arquitectos. Es la única actividad que comparten profesionales y usuarios, que amueblan las distintas piezas que han quedado desnudas una vez terminado el edificio.

La arquitectura protege, ampara, propicia la relación humana, ayuda a construir la felicidad o la desdicha. Pero esta misma afirmación induce a perplejidad, porque la habitación pequeña, escondida, a la que tenemos afecto, nos puede hacer felices y en cambio el salón de diseño, espacioso, frío, en el que no se encuentran las gentes de la casa, puede conllevar relaciones distantes.

La arquitectura aparece en la naturaleza creando paisajes. En la Galicia idílica pero pobre lo impregnaba todo, era el cimiento de la formación del territorio con las casas y sus agrupaciones que se protegían mutuamente, con sus salidos como alfombras, los muros que encerraban con pulcritud las propiedades, caminos hondos, cruceiros enigmáticos, hórreos... Buena parte se fue a pique en pocos años y el paisaje, maltratado con nuevas viviendas aisladas que salpican sin recato el paisaje o, peor aún, con urbanizaciones que se pasean por montes y llanuras.

En la ciudad todo es arquitectura. Se percibe y palpa en las calles y plazas con su amplitud o angostura, su orientación al sol o a la sombra y a los vientos dominantes. Alcanza la tercera dimensión en el conjunto de fachadas que le dan su fisonomía vertical, con expresivos huecos por donde se asomaban los particulares, cosa que hoy en día apenas se hace ya. Las calles podemos vivirlas como visitantes, buscando intencionadamente los monumentos y los sitios, o de forma desinteresada, como ciudadanos que circulamos por ellas sin fijarnos en nada. Cada edificio con sus rasgos y proporciones, sus texturas y colores, sus brillos y luces, viene a ser como un cuadro, a veces sencillo, anodino, correcto, y otras llamativo, convulsivo. En la ciudad, tanto como los monumentos singulares, lo que vale es el conjunto, una miscelánea de formas como la avenida Unter den Linden de Berlín, los grandes bulevares de París o la fachada coruñesa de la Marina.

En cada edificio, arquitectura es organizar la actividad humana, ya sea en viviendas o en hospitales. Es el arte de construir, de saber aparejar bien los materiales, con racionalidad y proporción, y saber resolver los retos tecnológicos de la humanidad de hoy: el desafío energético, ambiental, de reducción de la contaminación, del uso de energías renovables... Con el ánimo de garantizar la calidad del producto construido, la seguridad y la sostenibilidad, los arquitectos nos hemos visto abrumados con una sucesión de normas y códigos técnicos minuciosos y complicados. Para su aprendizaje y puesta en práctica necesitaríamos casi una moratoria, porque el problema no es adoptarlos todos de golpe, sino hacerlo de forma sistemática para poder acompasar la práctica de la arquitectura con la aplicación de la tecnología y de la construcción.

Pero arquitectura es también, quizá sobre todo, un ejercicio estético, es belleza que nos secuestra y provoca el silencio como ante el Pórtico de la Gloria, o, por el contrario, fealdad que nos repele o nos deja indiferentes, que son las más.

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Funcionalidad, construcción, tecnología y arte, para ser evaluadas debidamente, necesitan la pátina del tiempo. Uno de los momentos delicados de esta profesión es cuando, una vez terminada la fachada, se descubre el edificio. El primer impacto es sofocante porque irrumpe en la escena urbana sin pedir permiso. Necesita ensuciarse, aclimatarse, dialogar con el entorno. Esa irrupción es, sin duda, un riesgo, pero se mitiga con el paso del tiempo, y la opinión ciudadana tiende a perdonar la vida a los edificios cuando envejecen como nosotros envejecemos. Si no fuese así, qué sería de los arquitectos.

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