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LA NUESTRA
Columna
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Llamas sin luz

Ha terminado la larga temporada del brillo navideño, con su fatigoso énfasis en los tópicos de todos los años. En televisión se ha notado de manera bien visible la mala racha económica de todos los canales en los programas en otro tiempo estelares: lo que más se ha visto es una ristra de actuaciones de años anteriores (no hay que descartar que saliera hasta algún fallecido) y refritos con fragmentos de otros programas de la misma cadena. Canal Sur lo hizo con los niños de Menuda noche, que están alcanzando ya un nivel en la capacidad de empachar con sólo verlos comparable al grado de profesionalización que demuestran ante las cámaras. Producen rechazo porque todo en ellos suena ya a falso, no hay nada parecido a la espontaneidad y encuentro francamente desagradable ese derrotero de pequeñas estrellas. ¿Recuerdan aquella secuencia de Magnolia, la película de P. T. Anderson, en la que un niño que participa en un concurso de televisión se hace pipí encima porque no le dejan abandonar el plató para ir al baño y por eso pierde el concurso y se gana la bronca de su padre?

No ha faltado esa exaltación del lujo brillante que desprende la decoración navideña. Lo llamativo es que ese brillo nos deje tan fríos, algo que recuerda una extraordinaria imagen del poeta J. Milton en su Paraíso perdido: brasas que llamean sin luz y sólo dejan ver oscuridad. Alguien ha recordado en estos días que un canal norteamericano de televisión emitió durante las 24 horas seguidas del día de la Navidad la imagen de una hoguera para que la gente pusiera el televisor en el hueco (o en el sitio) de la chimenea. Esa suplantación es muy indicativa del brillo navideño, que en buena medida resume la pauta de la televisión de todos los días.

Y puede que haya sido así desde siempre. Recuerdo bien el día que se encendió por primera vez en mi casa un aparato de televisión (el más grande, porque se trataba de una familia numerosa).

La luz de la habitación estaba apagada y al entrar en ella, antes de fijarme en el impresionante aparato que había en un rincón, pude ver los rostros de mis padres y mis hermanos iluminados por la parpadeante luz azulada que desprendía la pantalla. Eran irreconocibles, parecían espectros de sí mismos, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, la misma familia bajo una luz que no ilumina, ante un fuego que no calienta.

Por eso dudo de que sea realmente la infancia lo que están viviendo los niños de la tele que son el gancho principal de un programa de noche. Como tampoco me creo la ristra de tópicos que Andalucía es su nombre destiló en una entrega más de este ritual de autocelebración de lo nuestro dedicado al humor andaluz. Aunque algunos de esos tópicos sean hasta humillantes, para nosotros son lo auténtico. Y nos gastamos una fortuna en incienso para celebrarlo. Acabaremos asfixiados.

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