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Columna
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Así era entonces

Yo creo que llegué a Madrid en el otoño del 67 con lo puesto y las ilusiones de quien se enfrenta a la juventud recién salido de la adolescencia, me alojé de entrada en la pensión Saturnino, en Cuatro Caminos, y tuve la suerte de que una especie de bronquitis (en aquel noviembre cayó una nevada de mucha consideración) me llevó a la Ciudad Sanitaria La Paz, donde una joven médico de guardia en prácticas a la que le caí bastante bien resultó ser hija de un alto cargo de Correos y Telégrafos y me consiguió mi primer empleo en Madrid: repartidor de telegramas en la oficina de Ríos Rosas con jurisdicción hacia Moncloa, así que allá iba yo todas la mañanas con mi gorra, mi bicicleta y mi uniforme repartiendo buenas o malas noticias, más o menos urgentes según clasificación previa en la oficina, de manera que avisos de llegada inminente o notificaciones mortuorias tenían prioridad sobre otros asuntos que considerábamos menores, como feliz cumpleaños, fue una fiesta estupenda, y así. Bajando en bici las endemoniadas cuestas de Moncloa escuchaba, proveniente seguramente de algún Colegio Mayor, la canción Telstar, una especie de homenaje eléctrico al primer satélite espacial, así que me parecía encontrarme en perfecta sintonía con el mundo.

Llegué a Madrid con lo puesto, sí, pero con algunas direcciones que me fueron de mucha utilidad. El pintor Gimeno Baquero andaba de oposiciones a Cátedra, y por él me relacioné con alguna gente de Bellas Artes cuando la Escuela madrileña estaba en la calle de Alcalá. En una de esas conocí a Fisa Aranguren, matriculada más para colar panfletos del Partido que para estudiar los misterios de la perspectiva, y de paso, no se lo pierdan, a Kiko Argüello, que entonces era un estudiante muy brillante y muy guapo a quien todo el mundo deseaba. Al cabo de un par de meses yo estaba enrollado con Fisa y charlando casi cada tarde con ella y con Kiko, que entonces todavía no era Kiko sino sencillamente Argüello, y militando de una manera rara, porque no se fiaban mucho de mí, y bien que hacían, en el Partido. En un piso de Santa Cruz de Marcenado (donde, por cierto, tenía habitación alquilada el actor Juan Luis Galiardo) asistí a una de las teatrales apariciones de Jorge Semprún, que se hacía llamar Federico Sánchez, a través de la cortina, un acontecimiento imborrable.

Fisa tenía la misión (lo entendí luego) de atraer a Argüello hacia el Partido, porque era la época en que Santiago Carrillo llamaba a la reconciliación y se preguntaba con su prosa de repostería qué iba a pasar después de Franco, y el tal Argüello parecía una pieza apetecible en el terreno de los artistas en cierne. Lo que no supimos hasta más tarde es que la pieza a cobrar ya había sido abatida por el Opus Dei, y que su propósito al frecuentar las peroratas de Fisa no era otro que el de ganar para sus filias a la hija del profesor Aranguren, que entonces estaba en Berkeley dando clases y fumando porros, por el prestigio de su apellido. La de horas que perdimos tratando de desmontar las ilusiones inherentes a la finalidad trascendente o a dilucidar la encarnación emancipadora en el proletariado. Al cabo, Fisa siguió con sus cosas, yo con las mías, y Kiko Argüello con las que son cada vez más suyas. Así es la vida. Y la pájara de sus frecuentadores.

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