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Columna
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Repunte monárquico

No es una opinión actual y directa, pues la Monarquía española conoce últimamente situaciones de bonancible popularidad. La distancia abismal entre el ungido por la gracia de Dios y el ciudadano de a pie está formalmente salvada, les pasa de todo, cosas buenas, percances, disgustos domésticos, cambios bruscos de estado civil, descensos morganáticos y reacciones propias de cualesquiera personas o familias del rango que ustedes gusten. Las monarquías anteriores eran sustentadas por un pueblo que se encontraba siempre al otro lado de la barrera y a la distancia suficiente para reconocer bultos, pero no detalles. La familia real fue, para el común de las gentes, una entelequia que vivía en palacio y a la que se entreveía de refilón o fotografiada en las primeras páginas de Blanco y Negro. Oí en mi infancia hablar con alguna familiaridad de la infanta Isabel, "La Chata"; mi padre, médico, fue requerido por una urgencia o la casualidad para atenderla, no más allá de dos visitas. Tampoco creo que percibiera honorarios, pues heredé una pequeñísima pistola femenina, que cabía en un puño, con culata de ébano, herrajes de plata y cañón de acero azul pavonado, atención de la regia dama. Por cierto, a través de posteriores informaciones, en fuentes de crédito, fue simple leyenda la simpatía de "La Chata" y su desgarro chulapón. Parece que despreciaba olímpicamente al populacho, aunque soportó con entereza el sambenito de madrileña castiza de rompe y rasga: era lo que era: una aristócrata alemana, como todos los personajes de su entorno.

Durante algún tiempo sólo los niños creyeron en los Reyes Magos, más tarde sólo lo hacían los padres

Pequeño exordio para un principio de réquiem por tres populares figuras que reinan por una noche en todos los hogares madrileños -y españoles- durante unas horas como las pasadas: los Magos, los simpáticos Melchor, Gaspar y Baltasar, reyes fugaces y figuras principales de las cabalgatas que recorrían los alrededores de Neptuno, Cibeles y Alcalá. A lo largo de los días navideños se planteaba un renovado contencioso entre la grey municipal.

Quizás aquellos ediles pretéritos también se mojaban en latrocinios de pequeña monta y sostengo que en el pasado los escándalos financieros, el cohecho, los sobornos, y las irregularidades y confianzas con los dineros públicos apenas tenían eco en los recursos de la Villa. Por una razón: nunca había suficiente dinero para echarle mano en grandes cantidades.

La prueba es que pocos alcaldes se hicieron ricos, incluso alguno empeñó el peculio personal a cambio de la vara. En mi época de gacetillero del diario Madrid me llegaba el rumor de las luchas por desempeñar los papeles estelares, siendo uno de los más codiciados, precisamente, el de Baltasar, el monarca negro. Cualquier teniente de alcalde estaba dispuesto a comprometer su salvación eterna con tal de ir ricamente disfrazado y con la cara tiznada con un corcho quemado. Quizás hoy día se arrumbe la tradición, porque no se toma el cuidado de incluir en las listas a algún compatriota guineano, o cualquier hombre de color que tenga derecho constitucional a integrarse en el Consistorio.

Sigue habiendo cabalgata, pero sorprende que el tiempo haya deslucido un espectáculo que, formalmente, podía desplegar eso que cualquier plumilla llamaríamos parafernalia. Los niños de muy corta edad quizá se asombren y disfruten con el desfile, y chupen algún caramelo lanzado desde la carroza. Hoy sería a tener en cuenta el segmento juvenil, en un festejo excepcional, en el que SS MM lanzaran canutos de marihuana.

Han fallado las partes. Durante algún tiempo sólo los niños creyeron en los Reyes Magos; más tarde, esta suposición pasó a los padres, que disfrutaron como enanos preparando la sorpresa que lo era para ellos. Ya les venían royendo los zancajos Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás -que es el mismo- y desde hace algún tiempo, la ridícula zarabanda del halloween, con el acompañamiento multimillonario de los accesorios que todos adquieren.

He de confesar que sólo una vez, en Francia, me sorprendieron esas fiestas y aún siento el sonrojo de recordar que, por imperativos folclóricos, tuve que ponerme unos calzoncillos encarnados, sin que, hasta la fecha, haya descubierto por qué. Mis sentimientos monárquicos han sido siempre muy tenues, pero, con la edad, voy apreciando los rasgos mayestáticos, especialmente ese fantástico "¿por qué no te callas?" que tanto ha fortalecido el Trono.

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