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Columna
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Cuento navideño granadino

Ésta es la historia de dos hermanas, Sol y Nieves, que no se llevaban bien, nada bien, pero que nada bien, casi podría decirse que se llevaban a matar. María, su madre, estaba desesperada, porque no había forma de ponerlas de acuerdo. Si preparaba la comida en la casa, una exigía macarrones y la otra hacía de la tortilla de patatas una demanda irrenunciable. Si las invitaba a comer en la calle, era suficiente que Sol quisiese ir a una pizzería para que Nieves se acordase de las hamburguesas. Las luchas entre el perro y el gato se repetían en discusiones diarias cada vez que había que elegir una película, un canal de televisión o el destino de un viaje. Habían llegado a separar el jardín de la casa en dos partes, la zona norte y la zona sur, para no tener que hablar entre ellas mientras jugaban. Los enfados de Sol eran muy ardientes, se calentaba mucho y no paraba de gritar hasta quedarse seca. Los enfados de Nieves eran tristes, se callaba y empezaba a llorar hasta inundarlo todo. En algunas ocasiones estaba tan silenciosa y tan fría que en vez de lágrimas lloraba copos de nieve. De nada servían los buenos propósitos que las dos hermanas, con la boca chica y los dedos cruzados, declaraban delante de la madre cuando empezaba un año nuevo. La mañana del 2 de enero ya estaban cansadas de discutir, gritar, lanzar rayos de furia, llorar, llover y nevar.

La madre necesitaba descansar de ellas algunos días. La mejor solución era llamar a la abuela Celeste y pedirle que las invitara a merendar. La paciencia de la anciana y el amor de las niñas por su abuela conseguían el milagro de calmar los enfados. Sol y Nieves se encontraron una tarde a la abuela, vestida con un delantal y unas botas de agua, trabajando en el jardín. ¿Qué haces abuela? ¿Te podemos ayudar? La abuela estaba plantando granados, y las niñas se divirtieron mucho aprendiendo a cultivar y a regar el jardín. Cuando quedaban tres granados por plantar, la abuela Celeste dio por finalizado el trabajo. Os voy a regalar un granado a cada una, les dijo. ¿Y el otro?, preguntaron las niñas. Ya veremos para qué sirve el tercer granado, contestó la abuela. Sol y Nieves llegaron a su casa enfadadas y con mucha prisa por plantar los granados. Cada una escogió la mejor parte de su zona de jardín. Todos los días, al ir y al venir del colegio, miraban y vigilaban las ramas para ver quién de ellas conseguía la primera granada. Pero pasó el tiempo y ningún granado daba fruto. Sol se calentó tanto que quemó con sus gritos la parte sur del jardín y la convirtió en un desierto. Nieves lloró con tanta tristeza que los copos cubrieron la parte norte del jardín con una capa blanca de hielo.

Cuando fueron de nuevo a visitar a la abuela Celeste, y vieron sus árboles llenos de frutos, le contaron que no habían tenido demasiada suerte con sus plantas. Bueno, dijo la abuela, todavía me queda un granado, os lo regalo, pero tendréis que compartirlo. Las niñas discutieron en qué parte del jardín deberían colocar el árbol. Como ninguna quiso ceder, tuvieron que plantarlo en la frontera de la zona sur y la zona norte. La necesidad, más que las palabras y los buenos propósitos, consiguió que se entendieran. Todos los días vigilaban las ramas, y cada una esperaba en secreto que la primera granada naciera en su parte del jardín, aunque la competición ya no las angustiaba tanto, porque el árbol era de las dos. Pasó el tiempo, y no brotaba ninguna granada. Sol se calentó un poco y Nieves lloró, pero ninguna de las dos hermanas cayó por un granado compartido en la desesperación del desierto o de la nieve. El caso fue que con los rayos de Sol y con las lágrimas de Nieves, el granado creció mucho y se llenó de granadas. Así comprendió Nieves que necesitaba el calor de Sol, y Sol que necesitaba las lluvias de Nieves. La abuela Celeste preparó una tarta para celebrarlo.

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