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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Rumbo al mar Negro

Ha sido la lectura casual en estas fiestas de El autobús perdido, de Steinbeck, con sus personajes, desde strippers para despedidas de soltero hasta empresarios de alto copete, todos queriendo volver a ser normales tras una segunda guerra mundial, lo que me ha empujado o, claro, me ha conducido a la estación del Norte, que es una estación de autobuses rumbo a todas partes. A la estación del Norte uno llega queriendo encontrar familias de abrigo con botones grandes y canasta de mimbre, y también en busca de solitarios con una caja de cartón amarrada con cuerdas de pita, porque uno cree más en el cine que en la vida; pero lo primero que ve es a la actualidad ocupándose de todo, como un mayordomo impecable, y así me doy de lleno con unos jubilados que regresan de un viaje del Inserso, y que se despiden a voces en su andén, tirando cada cual de su bolsa de La Caixa o del bolso que venía con una revista de modas. Al lado de un rótulo que dice Mundo Senior, fuma vestida de rubio y de azul la azafata que les ha acompañado. Y al pie de los autobuses, que duermen fondeados con la puerta abierta, también los conductores, encorbatados, con los puños de la camisa rallada vueltos, el bolsillo de la camisa cargado de documentación y el bolso lleno con sus cosas puesto bajo el volante, se echan un cigarrillo con la concentración de quien echa de menos la sombra de una novia.

Existe una metafísica de los sitios, así lo escribió el poeta Louis Aragon, y, por supuesto, palpita una metafísica íntima en esta estación de autobuses, en el rugido perpetuo y exacto de los motores en punto muerto, en el infinito olor a combustible del rincón donde repostan los vehículos junto al tren de lavado (que es el único tren que queda de esta antigua estación de ferrocarriles), y junto al foso mecánico del taller, y los fluorescentes nerviosos, y las herramientas colgadas de la pared como las mariposas de un coleccionista, y todo esto va constituyendo una secreta vegetación marina, apenas discernible si no fuese por esos charcos de agua que se forman bajo los autobuses cuando los lavan. El empleado que los lava es un señor bajito, mofletudo, con mono, que de cuando en cuando coge un trapo viejo y se seca las manos. La metafísica de la estación del Norte se halla también en los viajeros que esperan con sus botellas de agua en ristre para consumir permanentemente como se respira sin cesar, y se encuentra además en sus mochilas, y en sus bolsas de plástico, y en sus gorros redondos de lana, y en el matrimonio en el andén que se despide de un hijo que tiene que irse, y en la cafetería del edificio, que es una cafetería de casino cultural, con mansas, redondas mesas de mármol, y con sillas de brazos en madera tallada, y en el vagabundo que se ha sentado en un banco y dulcemente se alisa con un peinecillo su barba de nácar, como la culata de un revólver.

En la estación del Norte, lo que uno se encuentra es un grupo de emigrantes rumanos, con el trabajo esculpido en la cara, y con bigotes grandes, porque es lo único grande que se puede permitir un pobre, que vuelven a su tierra para celebrar la Nochevieja. Uno de ellos lleva un acordeón a la espalda, quizá porque sabe que la música también es mejor que la vida. Entre discusiones y voces se van montando en un viejo Pegaso verde con desconchones blancos. El conductor es el único que no discute, ni grita, ni siquiera habla. Luego, el autobús arranca y abandona lentamente esta Barcelona de viajeros, de emigrantes y de indigentes en un rutinario trayecto que va a atravesar el frío, las noches, las nieves de Francia, Alemania, Austria, Hungría, hasta llegar a la capital Bucarest, o a Buzau, en los Cárpatos, o a Constanza, el gran puerto junto al mar Negro.

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