Xosé Cuiña, diputado gallego
Fue hombre fuerte del PP y frustrado heredero político de Manuel Fraga
Xosé Cuiña, una de las personalidades que marcaron la política gallega en las dos últimas décadas, falleció ayer a los 57 años víctima de una septicemia originada por una neumonía. Cuiña, que llevaba 15 días ingresado en la UCI del hospital Clínico de Santiago, era en la actualidad diputado autonómico del PP tras ver frustrada la ambición de ser el heredero de Manuel Fraga, su padrino político.
Hijo de un molinero de aldea, el poder fue un modo de ascensión social
Xosé Cuiña, una de las personalidades que marcaron la política gallega en las dos últimas décadas, falleció ayer a los 57 años víctima de una septicemia originada por una neumonía. Cuiña, que llevaba 15 días ingresado en la UCI del hospital Clínico de Santiago, era en la actualidad diputado autonómico del PP tras ver frustrada la ambición de ser el heredero de Manuel Fraga, su padrino político. Será enterrado mañana en su localidad natal de Lalín (Pontevedra), donde empezó su carrera como concejal independiente y cuyo ayuntamiento abrirá hoy el salón de plenos para acoger la capilla ardiente.
Aunque a él no le gustase el término, la figura de Cuiña será recordada como la del delfín, el título que el rey de Francia otorgaba a su príncipe heredero. Fraga nunca lo nombró oficialmente, pero consintió que actuase como tal en los años en que el poder del PP en Galicia alcanzó su cúspide. Como secretario regional del partido y consejero de Obras Públicas, ejerció de pretoriano del patrón y, en su nombre, trató de hacer del PP un partido galleguista y autónomo: en un congreso regional incluso provocó la irritación de José María Aznar al situar su ideario político "en el límite de la autodeterminación". Esa actitud desafiante de quien se presentaba como un político del pueblo le granjeó la inquina de la dirección nacional del PP. Y también erosionó la confianza de Fraga, quien acabó sacrificándolo en la crisis del Prestige.
No le resultaba fácil disimular el tamaño de su ambición, desde la que se despeñó sin esperarlo la tarde del 16 de enero de 2003, cuando Fraga lo convocó de improviso para una reunión que Cuiña creía rutinaria y que se convirtió en una exigencia de dimisión. Estuvo varios días hundido y él mismo atribuía a la rabia que acumuló en los meses siguientes el origen de un infarto que le hizo temer por su vida. Poco antes del ataque al corazón, había contribuido desde la sombra a una confusa maniobra para forzar a Fraga, bajo amenaza de escisión, a que recortase la creciente influencia de la dirección nacional. A partir del infarto, extremó el cuidado físico y se aficionó a las caminatas por el campo, en las que seguía dando vueltas a su futuro -tal vez fuera del PP- pese a que los médicos le aconsejaban olvidar la política. Nunca se resignó a la pérdida del poder y no supo ver que muchos de los que le habían apoyado ciegamente estaban acomodándose al nuevo equilibrio interno después de que el PP se quedase sin la Xunta en las elecciones autonómicas de 2005. Ese invierno optó por fin a la sucesión de Fraga y sufrió otro mazazo: desautorizado públicamente por el patrón, ni siquiera reunió avales suficientes para llegar al congreso que acabó entronizando al candidato de la dirección, Alberto Núñez Feijóo.
Ya sin más altavoz que el de su escaño en el Parlamento gallego, aún esperaba una ocasión para volver a escena. Cuiña había hecho de su carrera política una cuestión de orgullo. Quería demostrar que un hombre como él, sin títulos universitarios, hijo de un molinero de aldea, "enraízado en la tierra", como le gustaba presumir, tenía arrestos para pasar por encima de los señoritos de ciudad que él veía en la facción del PP gallego identificada con Aznar y Rajoy. El poder fue un modo de ascensión social. Y una forma de reivindicación familiar, encarnada en la figura de su madre, gran confidente y consejera. Por eso nunca entendió muy bien que le criticaran porque su familia levantase un emporio empresarial fabricando materiales de construcción al tiempo que él subía peldaño tras peldaño en la política. Ni que le tildasen de cacique por usar las mañas que siempre había visto usar en los asuntos del poder.
Llegar a presidente de la Xunta se convirtió en la misión de su vida, frustrada por el Prestige. Con Galicia al borde de una revuelta social, recomendó a Fraga que actuase con independencia del Gobierno de Aznar. El patrón le puso al frente de un gabinete secreto que se dedicó a suministrar medios a marineros y voluntarios, mientras desde Madrid repetían que no era preciso tomar medidas extraordinarias. Sus adversarios lo vieron como una maniobra para afianzar sus aspiraciones y se propusieron atajarlas. Desbordado por la situación, el presidente, que siempre le había defendido frente a las denuncias de enriquecimiento personal, cedió a las presiones después de que se revelase que una de las empresas de Cuiña había suministrado, a precio de coste, una pequeña partida de botas de agua para los que luchaban contra el chapapote. Desde entonces, fue un hombre agraviado.
Los principales políticos gallegos, desde los dirigentes de su partido hasta el actual presidente de la Xunta, el socialista Emilio Pérez Touriño, le rindieron ayer homenaje y destacaron su papel de primer orden en la historia reciente de la comunidad autónoma.
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