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Columna
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Inocentes

La colina más elevada de los belenes de Navidad siempre estuvo reservada para el castillo de Herodes, flanqueado por dos legionarios romanos, con sus almenas y sus luces brillando en la oscuridad. La presencia de aquel rey asesino de niños, dominando desde lo alto un paisaje de palmeras, caminitos de harina y ríos de papel de plata, introdujo desde entonces una nota de terror e intriga en nuestra fantasía de críos. Hay que reconocer que desde el punto de vista narrativo, el terrible castillo suponía un contrapunto perfecto para neutralizar el almibarado candor camp de los villancicos navideños, despertando en nuestras mentes infantiles la incógnita ante el atisbo del cuartel general enemigo. De ahí, supongo, nos vendría después una visión del mundo fundada en la noción de conflicto y catástrofe, conceptos ambos fundamentales para comprender el mundo en que vivimos.

Hace algunos meses el arqueólogo israelí Ehud Netzar descubrió la tumba de Herodes en una colina de Cisjordania ocupada actualmente por colonos judíos ultraortodoxos. Como era de esperar, el hallazgo no contribuyó precisamente a calmar los ánimos en un territorio crucificado donde todo el mundo está más pendiente de encontrar las raíces de su fe que de evitar otra segura matanza de inocentes. Es la herencia de unos hechos que sucedieron hace más de 2.000 años, sin dejar más huella que un pleito de mastines y unas figuritas de barro en el Belén.

Hoy no existe un lugar más idóneo que la Tierra Santa para perder la fe en Dios y en los hombres. Sobre todo en las mismas puertas de Jerusalén donde las campanas de las iglesias católicas se mezclan con los salmos judíos que se elevan desde el muro de las lamentaciones y con la llamada del muecín en lo alto de los minaretes en medio de la algarabía de las sirenas de las ambulancias y la policía.

Pero Herodes no fue el único que se llevó por delante la inocencia de una generación. Los niños siguen siendo hoy las primeras víctimas de cualquier conflicto. En Sierra Leona, por poner un ejemplo, los camiones de la muerte transitaban repletos de chiquillos secuestrados por los señores de la guerra y drogados hasta las cejas que estrenaban su pubertad con un Kalashnikov en las manos contra su propia gente. A pesar de todo sigue habiendo tipos idealistas dispuestos a buscarle un final feliz a la Historia Sagrada, como Chema Caballero, un misionero español con más agallas que un soldado espartano y que montó un centro de acogida para estos críos que perdieron para siempre la inocencia. Está situado a 30 kilómetros de Freetown, en un antiguo hotel colonial llamado Isla África. No existe otro refugio mejor en todo el continente contra las huestes de Herodes. Imagino que este año los chicos también habrán montado su Nacimiento sobre la mesa del comedor desportillada por el salitre de la guerra y el olvido. Porque en un Belén caben todos los sueños. Pero detrás de esa felicidad de cuento de invierno con pesebre, nieve y familia de cerditos se esconde, como en los mejores relatos de terror, un enigma inexplicable.

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