Una política sin héroes
La primera regla para entender una sociedad aconseja examinar si la retórica coincide con la realidad. Estamos ciertamente en medio del fuego cruzado de afirmaciones heroicas, llamadas al orden, ofrecimientos de seguridad, dramatizaciones de la situación, crispación e incluso ejes del mal cuyos denunciantes adquieren automáticamente la responsabilidad del bien. En el discurso político no faltan héroes, víctimas, mártires ni culpables, y el campo de batalla se organiza con abrumadora simplicidad entre los amigos y los enemigos o, en una versión menos bélica pero igualmente nítida, nosotros y ellos. Pero lo cierto es que el actual paisaje político no está determinado por el estado de excepción sino por un presente menos agitado de lo que el plano discursivo da a entender, un presente tal vez mediocre, quizás desalentador, pero que en cualquier caso no está gestionado por héroes ni decidido por derrotas y victorias.
Hay que despedirse de los consensos absolutos y los disensos definitivos
Se acabó el modelo del saber asegurado, el consenso social y el liderazgo unificador
Mi tesis es que, pese a lo que parecen sugerir las confrontaciones escenificadas, la política ha entrado plenamente en un horizonte postheroico, en el que hay más acuerdo y menos alternativas de lo que parece; tantas limitaciones para la acción política que la figura del héroe (en sus diversos formatos: el que sabe, el experto, el que decide, el líder exclusivo, el que asume la responsabilidad, el que unifica o polariza...) ha sido o debe ser cuando antes amortizada. Puede ser que esto no guste demasiado a algunos, que desconcierte o provoque inseguridad a otros. En cualquier caso, conviene que nos vayamos acostumbrando a este declinar de la épica como recurso legitimador o de movilización.
La supuesta crisis de la política no es otra cosa que una crisis de la apoteosis moderna de las seguridades ideológicas, cuyo antiguo garante es hoy más contingente que nunca. Pienso que nos corresponde hoy desarrollar unas nuevas disposiciones para pensar y llevar a cabo otra política, sin heroísmo, pero más responsable y democrática. Tal vez lo normal no sea la confrontación ideológica en la que se han formado nuestras habituales disposiciones políticas y puede que la actual falta de épica, la desconfianza frente a la política o las dificultades de gobernabilidad constituyan la nueva normalidad, fuera de la cual no haya sino nostalgia. Hay que despedirse de los consensos absolutos, los disensos definitivos, las contraposiciones rígidas entre los nuestros y los otros. Nos hacen falta proyectos sin predeterminación, que no estén a salvo de la crítica, ni sean incontestables, que no proporcionen seguridades absolutas ni protecciones completas.
Vivimos en un mundo sin épica o, al menos, en el que los relatos épicos han perdido plausibilidad y capacidad de movilizar.
Esto se traduce en el hecho de que la política se ha horizontalizado, es decir, se ha situado en el espacio humano, demasiado humano, sin sublimidad, sin verticalidad, en el que no hay nada protegido absolutamente de la crítica, de la erosión del tiempo y de la creciente complejidad social. La idea del "desencantamiento" ha acompañado al desarrollo de la política en los últimos tiempos. En su forma actual la política no puede sino decepcionar a quien espere de ella un saber asegurado, un instrumento para lograr el consenso social y un procedimiento de control jerárquico sobre la sociedad. Lo que tenemos más bien es un saber escaso, no adornado con la autoridad del experto sino discutible, provisional y plural; desde el punto de vista de la comunicación y la confrontación política, una mayor conciencia del carácter irrebasable del pluralismo político, que se articula bajo la forma del disenso organizado; y una limitación de las posibilidades de dirección política sobre la sociedad, visible en la pérdida de centralidad del estado nacional. El final de los héroes es el final de un modelo de orden social que resulta de la aplicación de un saber asegurado, orientado hacia el consenso social y presidido por un liderazgo unificador.
Una consecuencia clara de todo ello es que la confrontación política ha de ser entendida de otra manera. Las irritaciones políticas, como el desorden en cualquier sistema, pueden ser vistas como una oportunidad de aprender. Se trataría de interpretar el espacio político como un lugar donde rige especialmente una cultura de lo provisorio, del ensayo y la discrepancia reconocida. En vez de la actitud que descalifica al adversario político desde una pretendida superioridad, el objetivo de una política postheroica sería desarrollar la disposición de aprender, de autocrítica y exploración de nuevas posibilidades. La nueva ciudadanía postheroica fue muy bien sintetizada por Rorty en la figura de unos ciudadanos que están al mismo tiempo comprometidos y que son conscientes de la contingencia de ese compromiso. Saber que para los problemas propiamente políticos no existe una "solución" en sentido estricto no quiere decir que todas las opiniones sean iguales o que no valga la pena luchar por aquellas que consideramos mejores, pero impide que nos deslicemos hacia la descalificación moral del discrepante.
La idea de "desmoralizar" la confrontación política, aunque esto parezca paradójico, conduce a una mayor responsabilidad política. El recurso a la ideología y a la ética ha funcionado como una gran disculpa en los tiempos heroicos. El hecho de que las decisiones políticas no puedan justificarse absolutamente a partir de unos principios incontestables implica que hay que responder de ellas de acuerdo con criterios puramente políticos. Ninguna maniobra retórica puede disimular completamente el hecho de que no existe una política correcta per se y, por consiguiente, hay un ámbito de discrepancia legítima de la que no cabe deducir que alguien esté moralmente equivocado cuando no coincide con la mayoría triunfante.
Así pues, las promesas heroicas de un control político sobre la sociedad están obsoletas. ¿Cómo actuar en esa pérdida de seguridad?
Una teoría postheroica de la política no implica una política impotente, pero exige otra manera de entender el poder y transitar hacia una manera de hacer la política más relacional y cooperativa, que no esté pensada sobre la idea de la jerarquía y el control. Será socialmente relevante y sobrevivirá como instancia de configuración social en la medida en que desarrolle una espacial capacidad de observar y aprender. Pero entonces, como advertía Niklas Luhmann, la política debe entender su relación con la sociedad como una relación de aprendizaje y no de enseñanza. La política sirve para que la sociedad reflexione sobre sí misma como totalidad y aprenda a gestionar su incierto futuro colectivo. Nada más y nada menos.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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