Putin, Sarkozy y el Rey

Vladímir Putin, elegido para la portada de Time; Nicolas Sarkozy, por su frenesí mediático, y el Rey de España, por "¿por qué no te callas?", van camino de convertirse en los personajes del año. La simple enumeración de sus méritos traza un retrato hiperrealista de la cultura política del momento. A Putin se le reconoce haber "tomado un país que estaba en el caos y llevarlo a la estabilidad". El desprecio absoluto a los derechos civiles, la construcción de un sistema autoritario que concentra todos los poderes en manos de una minioligarquía, o el retorno al discurso militarista e imperial del pasado, por lo visto, carecen de importancia. Lo único que importa es la estabilidad. Una posible lectura positiva diría que el realismo vuelve después de los años de locura de la revolución conservadora que puso Estados Unidos en manos del peor idealismo -el que suma utopía y dinero-. Pero, en realidad, lo que está ocurriendo es que el discurso de los derechos humanos y de la expansión de la democracia que ayudó tanto al hundimiento de los regímenes de tipo soviético ha perdido su capacidad de seducción y su prestigio al convertirse en doctrina de Estado en la guerra de Bush contra el terrorismo. Y Putin ya no tiene que dar explicaciones sobre la violación permanente de derechos básicos, porque nadie se las pide. El éxito de reconocimiento de Putin es el funeral de la doctrina de los derechos humanos como exigencia reconocida universalmente. Éste es el resultado, a día de hoy, de la mal llamada guerra contra el terrorismo.
Si la estabilidad es el valor, la televisión es la escena. Nicolas Sarkozy es el primer presidente que ejerce la representación en tiempo real. Los medios nunca son neutrales, y cuando uno se asoma a la televisión se convierte inmediatamente en actor televisivo, es decir, se debe a los códigos propios de este lenguaje. Y el imaginario televisivo es el imaginario del éxito. Sarkozy ha introducido una variedad interesante: no sólo actúa, sino que dirige y organiza el programa. Monta el casting, elige los escenarios y los actores, de Washington a Chad, de Libia a Eurodisney, de Helsinki a Lisboa. Sarkozy, desde el Gobierno, dirigió una campaña para crear en la opinión pública la idea de una Francia en crisis y, distanciándose del Ejecutivo del que llevaba años formando parte, se propuso como rupturista salvador de la decadencia, sin que el partido socialista, instalado en cotas máximas de incompetencia, consiguiera desmontar la falacia. Una vez en la presidencia, ha emprendido un activismo desenfrenado que sustituye los resultados por el efecto omnipresencia. No ha habido rincón de la vida de Sarkozy que no fuera susceptible de ser expuesto en esta carrera hacia la plena ocupación de la pantalla. El espectáculo de la reconciliación familiar dio paso al espectáculo de la separación y de ahí a la aparición en escena de la madre, primero, y de una novia salsa rosa, después. No hay flanco en la programación televisiva que Sarkozy no ocupe. Al servicio de un mensaje político: es la era del sincretismo, como dice la revista Esprit. La oposición derecha-izquierdas no existe, todos caben en el movimiento nacional, con una sola condición: que trabajen, que es el único horizonte moral reconocido. Vaciado el partido socialista, eliminado el debate ideológico, ya sólo queda el derecho al pataleo: de algunos ministros que sienten de vez en cuando el soplo de su pasado, y de sectores ciudadanos que se movilizan en retirada. El gran cambio sigue siendo una promesa. La política es la imagen.
Y naturalmente, si es así, el premio es para el que consigue poner en antena un latiguillo de fácil repetición. Con la monarquía habiendo cumplido prácticamente todos sus servicios con la democracia española, el Rey pilló un cabreo que ha hecho fortuna: "¿Por qué no te callas?". Da para todas las salsas. Poco importa las connotaciones que lleva incorporadas, ni los efectos colaterales que pueda producir. Y sin embargo, nadie quiere darse cuenta de que la frase es de la misma familia que los discursos de su destinatario: Hugo Chávez, otro producto, menos sofisticado, de esta cultura política entregada a la escena mediática. Formado en el matonismo militar, Chávez no tiene el glamour con toques horterizantes de Sarkozy, ni una tradición institucional como la francesa que, quiérase o no, pone límites a los excesos de velocidad. Pero Chávez, como Sarkozy, ha hecho de su uso de la televisión, de su gusto por el papel de actor, de su capacidad para organizar, dirigir y producir él solito todos los programas, su estilo. Sólo que lo ha hecho a lo bruto y se ha quemado. Sarkozy sólo acaba de empezar.
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