Fumadores
El historiador Carlos Fisas, con el que compartí largas jornadas de radio, cuenta en uno de sus libros el siguiente hecho: una dama bien casada, hermosa y dulce, comprensiva y amante de los secretos de familia, acababa de morir. Sus familiares, y sobre todo su marido, asistían al entierro con noble serenidad, sin querer demostrar su dolor. Pero en la ceremonia estaba también un joven (desconocido) que lloraba copiosamente, se abrazaba al ataúd y caía de rodillas. El marido, conmovido ante tanto dolor, se acerco a él y le susurró al oído: "No llore tanto, joven. Consuélese. Ya me casaré otra vez".
A los fumadores les pasa como al viudo comprensivo: adivinan la verdad, oyen las maldiciones de los médicos y ven su vida convertida en una columnita de humo, pero saben que lo harán otra vez. Juran que el cigarrillo que acaban de tirar será el último de su vida, pero al mismo tiempo piden que su entierro pase por delante de un estanco. Su existencia es furtiva y azarosa. Además, el Estado les amenaza, los declara fuera de la ley y envía tras sus huellas a la brigada antiterrorista.
Un servidor no fuma (sólo algún habano de vez en cuando) ya que de lo contrario no me atrevería a escribir sobre mis compañeros perseguidos, pero me indigna que sean recortadas todas las pequeñas libertades por mi Estado niñera: no puedo fumar, no puedo beber y no puedo elogiar el peinado de una telefonista porque eso es acoso sexual. Mi vida será ordenada, fértil y además ha de ser ahorrativa. Yo lo entiendo: para qué quiero mis pequeñas libertades si tengo la gran libertad de ir a votar una vez cada cuatro años.
Sí: mi corta vida ha de ser ahorrativa. Un opulento director general me enumeró una vez los gastos horribles que originaba un fumador, a causa de su última enfermedad y su muerte temprana. Yo le objeté que por la última enfermedad pasamos todos, y que si el fumador muere antes sale barato, porque deja de cobrar pensión. El director vaticinó que yo acabaría mal y que el país se hundiría.
De todos modos, él tenía razón, pero por otros motivos: no sé si alguien ha calculado los miles de horas laborales que se pierden al tener que salir a fumar a la calle, cuando antes fumabas trabajando y, como entrabas en una especie de coma, además no protestabas por tu bajo sueldo. Ahora me harto de ver a virtuosas damas en portales y esquinas, con un cigarrillo en la mano y la mirada perdida. Y me doy cuenta, con estupor, de que casi todas las fumadoras son mujeres, lo cual indica una de estas dos cosas: o bien, al conquistar los derechos han conquistado también los vicios de los hombres, o bien, si sólo hay fumadoras, es porque todos los fumadores ya han muerto.
Perdónenme ustedes: yo no defiendo el tabaco, pero sí el pequeño rincón de intimidad, de aislamiento y reflexión, que da el humo. Eso se ha perdido o se va a perder: de los restaurantes te echan con el café, porque ya no hay sobremesas con puro. Unos pocos restauradores las admiten, pero ésos no son restauradores, son apóstoles. Los despachos profesionales tienen que estar inmaculados y despedir un solo olor: el olor a IVA. En ellos impera el terror. Conozco profesionales, sobre todo abogados, que no fuman ni en su casa por temor a que se enfaden sus clientes, cuando antes sólo sentían temor a que se enfadase su mujer.
Reconozco que ese rincón de intimidad, el del humo pagado, lo añoro a veces, sobre todo porque los periodistas, en medio del ruido de la redacción, se han aislado gracias a él, y eso en la vida también hace falta. Quizá por ello pertenezco a un club de fumadores de puros al que voy de vez en cuando, club que preside José Ilario y al que pertenecieron personajes tan eminentes -y reflexivos- como Néstor Luján y el editor Grijalbo. Puedo jurar ante el Estado que no murieron por el tabaco. Se reúnen en él, siempre cuando es noche cerrada, promotores como Eduardo Bueno, restauradores como Ignacio Ribó y pintores como Vives Fierro, quien domina todos los colores fugitivos del humo. Defiendo su derecho de pensadores a organizar una tertulia con algo más que agua mineral. Y pido perdón por denunciarles: quizá el Estado los investigue y los haga perseguir hasta por el FBI.
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