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Columna
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Lágrima fácil

Detecto, de un tiempo a esta parte, que me he convertido en un tipo de lágrima fácil. Es algo que me inquieta: no había pasado nunca. En otro tiempo, y siquiera fuera por la incurable soberbia que acompaña a la juventud, aquello de llorar no sólo me parecía una estupidez, sino además, y sobre todo, un pie forzado, una pedantería argumental, un cierre en falso por parte de un guionista sin recursos. Llorar, en fin, era como una escena de relleno en las películas de bajo presupuesto, esas que suelen dar a media tarde. Sin embargo, mira por dónde, llevo una temporada que lloro como un imbécil, o como un niño, o como un anciano, quién sabe (¿quién sabe si lloro como un anciano? Quizás como ese anciano que me espera, allá al fondo de mí mismo, si vivo el tiempo suficiente para descubrirlo un día ante el espejo).

Presiento que la lágrima fácil la traen los años, los errores y el cansancio

Toda vida se resuelve en una hilera de representaciones teatrales. La niñez, obra ligera, es muy sencilla: resulta verosímil porque uno ni siquiera sabe aún que es un actor. Luego se va cogiendo gusto al personaje y uno juega con las posibilidades interpretativas, con los diversos registros. Los hay para todos los gustos. En mi caso, confieso un breve periodo de esteta, como de primo segundo de Oscar Wilde. El papel me salió a las mil maravillas, aunque reconozco que en parte fue debido a los espléndidos decorados que habilitó la productora: mi familia aún no se había desprendido de una vieja casa solariega. Por entonces yo obraba con displicencia, escribía poesía y todo ello dio encarnadura al personaje. Luego llegaron papeles más creíbles, pero no menos laboriosos en la interpretación: alguno se relacionó con la literatura y sus extraños accidentes, algún otro mejor no recordar.

Diversas militancias, más estéticas que políticas, me inspiraron nuevos personajes, y quizás ninguno tan convencional (pero tan secretamente extravagante), como el que represento en estos últimos años. Lo cierto es que vivir comporta, en el ámbito interpretativo, un notable gasto de energías. Por ejemplo, un viejo amigo siempre me recuerda un lance personal. Caminando por la calle, coincidimos con un sujeto al que conocíamos de "aquellos viejos tiempos", que es como decir "aquel tiempo infernal". El tipo en cuestión se aproximaba por la acera y el encuentro era inevitable. "¿Vas a saludarlo?", me preguntó mi amigo. "No", le contesté, "pero si al pasar nos reconoce ya inventaré algo". Lo cierto es que el tipo me reconoció y mis gozosos aspavientos de sorpresa fueron tan convincentes que, cuando volvimos a estar solos, mi amigo sentenció: "Ugarte, eres un cínico". Pero no, no es así. No estoy orgulloso de ser cínico. No puedo estarlo porque sin duda no lo soy. ¿No acabo de confesar que ahora lloro a menudo? Siendo esto así, resulta imposible ser un cínico: "Los tipos cínicos no lloran". Parece el título de una novela de Norman Mailer.

¿Y el llanto fácil? ¿De dónde viene esa inesperada derivación del argumento, esa teatral grandilocuencia? ¿Es fruto de la edad? ¿O el rebrote de una antigua debilidad de carácter? ¿A qué demonios viene colgar el teléfono a un amigo, como ocurrió hace poco, porque uno se sentía anegado por un intolerable deseo de llorar? Presiento que la lágrima fácil la traen los años, los errores y el cansancio, la certeza de que en la vida ya no queda lugar para sorpresas. La vida, a partir de cierta edad, no da sorpresas. O mejor que no las dé. Cuando hablas de estas cosas, comprendes la tristeza que acompaña a los viejos; comprendes su secreta dignidad.

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