Llamas en la lengua
Biografía. Los daguerrotipos y cuadros de Herman Melville (1819-1891) que nos han llegado apenas difieren entre sí, con la excepción de la barba, progresivamente más poblada y canosa y trabajada por el tiempo. Su porte ostenta una mirada abstraída, tal vez severa, en la que se adivina una enérgica melancolía que obstruye su serenidad, la estampa de un caballero posando como un caballero, alguien que finge ser lo que representa. Testimonios acreditados de contemporáneos y críticos coinciden en declarar que, en sus relaciones con los demás, Melville era "evasivo y enigmático", y, por tanto, "ninguno de sus amigos sentía que lo conocía de verdad". Visibilidad e interrogación se combinan aquí para ofrecer una imagen fecunda en equívocos que se complica si añadimos que se trata del autor de Moby Dick, una novela de aliento desmesurado, la revelación del fanatismo contagioso, un precedente de la monomanía discursiva de Hitler y la obsesión de Bush por el mal; de Bartleby, que perfila la autoanulación del hombre anónimo; de Billy Budd, la historia del inocente asesino cuya ejecución legal redime la infamia del verdugo; de obras miméticas y pictóricas (Las Encantadas), o cuerdamente esquizofrénicas (Pierre o las ambigüedades).
Melville
Andrew Delbanco
Traducción de Juan Bonilla
Seix Barral. Barcelona, 2007
507 páginas. 29 euros
Cualquier biografía de un escritor aspira, honorablemente, a ofrecer la comprensión de su singularidad. Pero, en contra de lo previsible, si lo consigue será una mala biografía. Lo singular, al normalizarse, se hace común, aunque curioso como objeto de vitrina, un disecado con técnicas de taxidermia. No es el caso de esta sutil y, por momentos, apasionante biografía, a pesar de sus concesiones académicas, de Andrew Delbanco, que ha preferido indagar la presión social e histórica en la vida y obra de Melville y dedicar sólo lo imprescindible al mito del escritor incomprendido en su época que, recuperado para siempre después de su muerte, ocupa hoy la máxima jerarquía en la novelística norteamericana, una posición que, como la invención del capitán Ahab, "a corto plazo no tiene indicios de convertirse en obsoleta". Es sabido que Melville prefigura a Kafka y la poética de la desolación de las piezas teatrales de Beckett, pero su modernidad está aún por agotar. Quien lea bien a Melville, luego de leer con igual pasión a Homero y Cervantes, obtendrá un panorama convulso, atronador, refulgente de nuestra condición humana. No necesitaría frecuentar a los epígonos, que son legión.
La atención a la vida de Melville, preferentemente mitógrafa, ha hecho emerger a un hombre, mezcla de impetuoso tripulante en un ballenero y resignado funcionario de aduanas. La línea divisoria estaría ocupada por la oceánica Moby Dick y el urbanismo escéptico de Bartleby. Consciente de que toda línea de frontera es ilusoria, Delbanco nos presenta a un Melville más digresivo que discursivo, en consonancia con el estilo llameante de su biografiado, aunque muy apegado a la cronología, lo que hace destacar las zonas de sombra de una vida que, a excepción de los viajes marítimos de su juventud y su homosexualidad -en una época en que "homosexual" no era de uso corriente-, lo que queda es el núcleo inescrutable que transmite su obra, el fracaso de su carrera de escritor y la conciencia de su insignificancia humana. Al terminar Moby Dick, escribió a Hawthorne: "He escrito un libro malvado y ahora me siento inmaculado como el Cordero". Su época, en efecto, se encargó de sacrificar ese cordero. Pero los críticos tenían sobradas razones para rechazar una historia de aventuras de ballenas convertida en "el libro más ambicioso jamás concebido por un escritor norteamericano": los extractos que, a modo de obertura, ideó Melville se imprimieron al final, y el epílogo, en el que Ismael narra cómo sobrevivió al naufragio, se eliminó por completo. Así pues, el libro nació mutilado, narrado por un muerto. De todos los excesos, ése fue el que menos perdonaron los críticos. El titánico esfuerzo literario de Melville fue vencido más por los editores que por el público.
Sin ingresos estables, y con un matrimonio de calma chica, se entregó a la "prosa eyaculatoria" de Pierre, del que ajustadamente Delbanco avisa que en sus páginas "uno siente la proximidad entre su genio y su locura", y el Boston Post de entonces: "Debe sospecharse que ha salido de un manicomio". Si Ahab "abofetearía al sol", si el sol lo insultara, Melville, más moderado en su cólera, se puso a escribir Bartleby, que anticipaba en trece años su resignación al trabajo de funcionario de aduanas y proféticamente "toca el nervio de cualquier lector que haya intentado llegar a un acuerdo en una relación irreconciliable con un padre, un hijo, un amante, un cónyuge".
Irreconciliable, he aquí la clave de un escritor, que tenía llamas en la lengua, y en sus conferencias, ante la indignidad de depender de un público, no reproducía la energía de su vehemencia blasfema. Delbanco escruta admirablemente la pasión delirante de Melville, manteniendo candente su enigma y la necesidad de oír el perdurable estrépito de una obra soberbia.
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