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Reportaje:GASTRONOMÍA Y ARTE

De cómo las bellas artes digieren la gastronomía

Gracias a la antiheroica y muy rentable intervención "artística" desde su olimpo culinario en Cala Montjoi (Roses), Ferran Adrià tendrá a partir de ahora que ir con mucho ojo con sus copiosos admiradores, directores de museo, supercomisarios, artistas, superartistas y el resto de la picaresca cultural, incluidos periodistas y superperiodistas. Bien mirado y con perspectiva, la inclusión de su nombre en la lista de participantes de Documenta XII ha servido finalmente para resituarlo en su estricta profesión. Cocinero sí, muy creativo, hilarantemente exquisito, pero dentro de su propia esfera, con sus propias reglas y visión de la realidad. Adrià está más allá de toda oposición entre arte y no arte, aunque él siempre haya jugado -muy ambiguamente- a lo primero. Pero el juego siempre es voluntario, puede estar amañado. El (buen) arte no. De manera que el evento de Kassel ha puesto punto final a su volátil carrera como "artista". En el futuro tendrá que resignarse a vivir confinado en los fogones, la única llama que mantendrá su genialidad y su abultada cuenta corriente. Lo escribió Montaigne: "Debemos saber gozar lealmente del propio ser. Nos salimos fuera de nosotros por no saber estar dentro. En vano nos encaramamos sobre unos zancos, pues aun con zancos hemos de andar con nuestras propias piernas. Y en el trono más elevado del mundo seguimos sentados sobre nuestras posaderas".

Ferran Adrià está más allá de toda oposición entre arte y no arte
Cocineros, diseñadores y demás 'best seller' trabajan hoy para la fábrica social y psíquica del sistema
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El arte de la mesa y la cocina

El caso Adrià nos muestra qué ocurre cuando el fenómeno de las grandes exposiciones tiene a un diletante (Roger Buergel) y "al mejor cocinero del mundo" como protagonistas. La derivación no es nada compleja, se ponen de moda las revisiones del arte relacionado con la gastronomía o se destacan aspectos papilo-gustativos de tal o cual autor. La historia de la creación artística del siglo XX está llena de imaginativas invenciones, desde las bacanales surrealizantes de Giacometti y Max Ernst -obsesionados con el espíritu de los muertos de las islas Salomón, cuyas rocas "esconden una fruta en su interior" o "espárragos lunares"- hasta las chuletas de cerdo sobre los hombros de Gala, cuadro ideado por el pantagruélico Dalí; sin olvidar el grito de guerra cultural de los años sesenta "¡que coman sopa!", de Andy Warhol, o los poco proteínicos huevos fritos sobre la pechera, de Sarah Lucas. Es cierto que el gran proveedor de la abacería conceptual, Marcel Duchamp, no tenía gran afición por la convulsa belleza comestible, prefería las fichas de ajedrez, los ácaros y los cristales rotos. Sólo en una ocasión alimentó sus caprichos dadaístas al colocar dentro de una jaula unos azucarillos, un reclamo un poco pesado e inmasticable porque, en realidad, estaban hechos de mármol.

El padre espiritual del llamado Eat Art fue Daniel Spoerri, quien desde su galería-restaurante en Düsseldorf (1970) proclamó que los alimentos perecederos eran arte. Sus Fallenbild o Tableau piège (cuadro trampa) representan escenas de sobremesa sin comensales. También sus Rollmposglas (1968), frascos de arenques en vinagre, con una etiqueta que dice, "Atención, obra de arte de conservación limitada", formaron parte del ultramarinos conceptual, en cuyo dispensario se incluyen los objetos de chocolate y moho de Dieter Roth, las bacanales de Hermann Nitsch, los mejillones de Marcel Broodthaers o la parade de Antoni Miralda titulada Merenga Hotel Oriente (1976), que transcurrió en Barcelona y cuyo principal reclamo era una cúpula fálica teñida de merengue donde se revolcaba una actriz de strip-tease completamente desnuda.

El arte moderno está bien provisto de alegorías e iconografías relacionadas con la mesa y sus refinamientos, una forma como otra de ganarse el pan de los coleccionistas, como pintar escenas de caza y retratos de reyes o papas. Relacionar estas obras para hacer más digerible el consumo de masas artístico es uno de los efectos del amaneramiento del museo, cuando no de la estandarización de las políticas culturales de los ayuntamientos.

El municipio de Parma, en la región italiana Emilia-Romagna, ha creado un festival gastronómico cuyo evento central es una exposición que relaciona comida y arte. Se han reunido los ejemplos, por así decir, más clásicos: Spoerri, Jean-Jacques Lebel, Eric Dietman, Pistoletto, Dennis Oppenheim, Claudio Parmiggiani... Las delicadas fotografías de la bosnia Sejla Kameriç evocan el sufrimiento humano provocado por la guerra en su ciudad natal, Sarajevo, a través de unas imágenes angelicales relacionadas con la maternidad y la supervivencia. La invitación a comer de Patrick Raynaud juega con connotaciones caníbales. Para la fotografía titulada The last supper, Brigitte Niedermair convoca a 12 náyades, bellos trasuntos de los 12 apóstoles, con sus "códigos" vincianos. El vídeo de Marina Abramovic, The onion (1996), recuerda los ritos sacrificiales; durante veinte minutos, la artista devora salvaje y compulsivamente cebollas crudas, hasta que el sufrimiento y la náusea le obligan a abandonar el odioso banquete. La escopofilia de Gilbert & George es pura decoración, quizá su arte hoy no sea más que una fanfarronada indigerible. La importancia que los medios le dan a la pareja británica es sólo un síntoma, significa poco más que la obsesión por el reclamo que aflige a los museos. El diagnóstico proyecta también el espejismo de que la barrera del sonido del arte es transversal: cocineros, diseñadores y demás best seller trabajan hoy para la fábrica social y psíquica del sistema. Hay que volver a casa, seguir el camino que nos señalan las miguitas de pan.

GNAM. Gastronomia nell'arte moderna. Ex Cinema Trento. Parma. Lóránd Hegyi (comisario). Hasta el 6 de enero de 2008.

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