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SAN SIRO Y EL 'CALCIO'
Columna
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La orden del gol

Existen distintos tipos de goleadores. Están aquéllos que desequilibran por potencia o están dotados de una gran habilidad; algunos tienen un fantástico disparo; otros hacen valer su altura o su corpulencia, y otros son grandes cabeceadores. Hay, en cambio, una casta de delanteros centro que no muestra de antemano ninguna cualidad extraordinaria que salte a la vista del espectador y lo sorprenda. Se suele pensar en ellos como jugadores sin muchos atributos, menospreciando sus cualidades técnicas. Sin embargo, ostentan la capacidad más rara y esquiva: el gol. Son conocidos como goleadores de raza, subespecie de números nueve portadora del gen goleador.

La mayoría de los futbolistas alternan por distintas posiciones, mutan su forma de jugar y se adaptan a puestos y esquemas diversos en el camino hacia el profesionalismo. El goleador de raza, sin embargo, se mantiene inmutable. Lo podemos imaginar en segundo de primaria, en el recreo, parado cerca del arco mientras los compañeritos corren detrás de la pelota de papel por todo el patio.

Durante un partido, el gol es su única forma de placer y recuerdan todos y cada uno como si fueran novias, son capaces de describir con sorprendente memoria fotográfica contra quién jugaban, cuándo, si llovía, quién los marcaba, quién les regaló la asistencia... Más que su prioridad, el gol es su obsesión.

Sus virtudes son menos evidentes para los distraídos, como el juego sin balón, la ubicación, el anticipo y la frialdad en la definición. Son expertos en el último toque y en el control orientado, precisamente donde yace la diferencia entre tener una oportunidad clara de gol o regalar un contragolpe. Hacen goles con la derecha, con la izquierda, empeine, taco y perfil; de cabeza pero también de nuca o de rodilla; o la empujan con la punta, con el pecho y hasta con la espalda. No valen ortodoxias para su estocada.

Sin embargo, el famoso olfato goleador es razonamiento puro. No están donde llega el balón por casualidad, sino por estadísticas. Siempre en el lugar donde las probabilidades son mayores. Calculando no sólo la posibilidad de que haya un rebote del portero, sino también hacia dónde iría en caso de que se produjese.

Parcelan el área como si fuera una inversión inmobiliaria y en cada jugada se aseguran posiciones antes de que llegue la pelota. Son optimistas del error ajeno, lo esperan con fe e insistencia, como un ejercicio de voluntad schopenhauriana, y cuando llega están siempre allí para capitalizarlo. Desconfían de los porteros más seguros y de los tiros más endebles. Son moscas del área y allí dentro buscan balones que cualquier análisis daría por perdidos. Son profesionales del desmarque. Sigilosos, se esconden a las espaldas de los centrales, como si estuvieran buscando el ángulo muerto de su espejo retrovisor. Se mimetizan entre otros compañeros cuando está por lanzarse un córner e incluso se fingen fáciles de marcar. Son funambulistas del fuera de juego y hacen equilibrio en ese precipicio.

En el mano a mano se perfilan como el torero y el portero sabe que está echada su suerte: si se queda quieto, definen al lado; si elige un palo, lo driblan; si se abalanza contra el balón, surge la vaselina. Consiguen lo más difícil, que el gol parezca una empresa fácil, una quimera al alcance de cualquiera. Su dosis goleadora no disminuye con la edad, ya que nunca basaron su juego en la explosividad, el regate o la fuerza. Se hicieron fuertes en cualidades inoxidables como el oportunismo, la paciencia, la perseverancia, la atención, el cálculo. Nunca son candidatos al Balón de Oro. Son alquimistas del gol, transforman en oro cualquier centro latoso. Lo mismo les da que el gol sea de rebote que de media chilena, el primero que el quinto, en un partido amistoso que en la final de la Champions.

Inzaghi quebró la semana pasada el récord de goles de Müller. Trezeguet encabeza la tabla de goleadores del calcio. Mis compañeros Crespo y Cruz pertenecen a la estirpe. Cada vez que marcan el estadio vuelve a ser patio de colegio.

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