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Columna
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La desigualdad

Trae la Navidad una luz de hermandad humana, quizá porque el mito originario cuenta el nacimiento de un dios mortal y pobre, es decir, miserablemente humano, en una cuadra. Las tiendas y los grandes almacenes se transforman estos días en escenario de la ilusión fraternal y democrática, y el éxito de la fiesta navideña se mide por el nivel de dilapidación: ¿cuánto gastará el país en 20 días? El dinero es muy democrático. Donde uno se convierte en cliente es siempre digno de respeto, merecedor de una consideración que probablemente no le ofrezcan ni en el trabajo ni en su casa, y por eso los centros comerciales se parecen a templos donde todos somos iguales a los ojos de Dios.

La religión ha desempeñado tradicionalmente un papel esencial en los negocios. John Sutherland, en su ensayo Bestsellers, explica que, en el invento americano del libro vendido como producto industrial fabricado en serie, el impulso del cristianismo resultó decisivo: lanzó novelas que fantaseaban sobre la figura de Cristo, como Ben-Hur (1880), del militar, político y diplomático Lew Wallace, o La túnica sagrada (1942), de Lloyd Douglas, que luego serían monumentales películas. El Diccionario de Literaturas Anglosajonas Penguin/Alianza da la fórmula de las novelas de Douglas, clérigo protestante: sexo, religión y final feliz, más unas gotas de fascismo espiritual. Lo que funcionaba a finales del siglo XIX y a mediados del XX mantiene hoy su eficacia. El código da Vinci todavía demuestra que la literatura es uno de los motores de la industria del entretenimiento, empezando por el cine.

Pero se va perdiendo la costumbre de leer, y ver a alguien con un libro en la mano será, pronto, tan raro como ver por el ferial navideño a los enamorados pegajosos del vídeo Peacebone, de Timothy Saccenti, sobre una canción de Animal Collective, gran película de ciencia-ficción que veo en YouTube en cinco minutos. Vuelvo a las películas de romanos: cuando San Agustín llegó a Milán en el año 384, se asombró de que la gente leyera en silencio, a solas. Lo normal para San Agustín era leer en voz alta, en grupo. Cambian las costumbres y las herramientas. Ahora que se escribe y se lee más que nunca, incluso por teléfono, el libro parece en decadencia. Un libro es una herramienta bastante fantástica, de ciencia-ficción: es inverosímil la posibilidad de repetir en nuestra cabeza, por el solo hecho de abrir un libro, palabras de individuos distantes en el tiempo y el espacio.

También decae la presencia del televisor como Sagrado Corazón que preside el cuarto de estar e ilumina a la familia, todos vueltos hacia el fulgor electrónico. Internet baja el ansia de televisión y de libros. Creo que los libros preocupan más porque tienen un prestigio de vitaminas espirituales, soplo que la imaginación ofrece a las almas, puro desinterés idealista. Esto es falso. La lectura de los clásicos literarios siempre ha formado parte del adiestramiento de las minorías dominantes. Los pocos que antiguamente estudiaban en la universidad aprendían, leyendo literatura, el arte de la palabra, es decir, el arte de dominar la escena pública y económica. Aprendían el uso práctico de la lengua. Hoy rige otra economía lingüística, otros códigos verbales y audiovisuales para entenderse con el universo electrónico. Pero, con libros o sin libros, dominar el idioma sigue valiendo para relacionarse mejor con el mundo, y con mayores oportunidades de no ser dominado.

No quiero pensar que existan aquí colegios que, en lugar de preocuparse por la excelencia lingüística de sus alumnos, se ciñan, en nombre del interés inmediato de los niños, al nivel lingüístico que los alumnos traen de sus casas. Es lamentable que todavía haya quien considere a determinadas capas de la población indignas o incapaces de recibir una formación lingüística plena.

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