Lo que echan en los teatros
Si hay una persona a la que envidio en este mundo es a Marcos Ordóñez, tanto por las estupendas crónicas teatrales que escribe en Babelia como por los magníficos espectáculos a los que tiene ocasión de asistir, y eso que no escribe sobre todo lo que ve. La decadencia del teatro valenciano, y de la programación en las salas públicas, bien merecería un montaje teatral de esos que antes estaban tan de moda, de los de la onda del teatro dentro del teatro, donde se pusiera a caldo la situación. Sólo que entonces tendría dificultades para estrenarse. ¿Qué queda de la Ley del Teatro? ¿Qué de la fantasmática Ciudad del Teatro? ¿Qué de aquellas alegrías saguntinas donde Bigas Luna estrenaba sus Comedias Bárbaras o Irene Papas hacía de trágica irredenta? La respuesta es nada. No queda nada. Ni siquiera del maestro Peter Brook, que anda montando por ahí obras imprescindibles de Samuel Beckett. Como tampoco queda nada de aquellas temporadas del fenecido Centre Dramâtic donde dirigían John Strasberg, Gildas Bourdet, Dario Fo, Miguel Narros, Mario Gas o José Carlos Plaza. No queda nada, y la escena valenciana se ha vaciado de tal modo que parece relegada a ofrecer ocurrencias de figurante. Y la profesión valenciana, que cuenta con no menos de dos mil profesionales más o menos en activo, ¿tiene algo que decir sobre el asunto o prefiere enmudecer a fin de que no se le borre de la lista de candidatos a figurar en una de esas terribles miniseries televisivas que tanto daño les hacen?
Está por hacer la historia del teatro valenciano desde la puesta en marcha del Centre Dramâtic hacia finales de los ochenta hasta ahora, sobre todo en lo que respecta a la actividad, orientación y resultados de los teatros públicos, en una comunidad como ésta, donde casi todos los teatros o bien son de titularidad pública o bien no podrían funcionar sin acuerdos que facilitan su gestión. El teatro siempre está en crisis, lo mismo que la economía, pero no del mismo modo en no importa qué lugar. Pero ahora ocupa el furgón de cola de las preocupaciones de unos políticos que ni se molestan en explicar las auténticas inundaciones sufridas por el Palau de les Arts, esa joya un tanto húmeda de la corona de abalorios con que se adorna una política cultural prácticamente inexistente.
¿Y qué pinta el aficionado o simple espectador en todo este panorama? Pues bastante poco, ya que también está por hacer el estudio que definiría el perfil de los espectadores de los teatros públicos, como si cualquier otra clase de empresa pudiera prescindir de esos datos a la hora de planificar su temporada. En todo caso, conviene recordar que el espectador paga dos veces por lo mismo, primero con sus impuestos para la producción pública, y segundo con la adquisición de la entrada que le proporciona el acceso a la sala. ¿Qué acceso, qué sala? Es un misterio. Hoy mismo, 3 de diciembre, basta con echar una mirada a la cartelera teatral para entregarse al desánimo. Cinco salas, dos de ellas dedicadas al meritorio teatro infantil, y otras tres, de titularidad privada bajo el paraguas institucional. ¿Y qué echan? Dos cosas para niños, otra cosa de origen televisivo, y cosas así, durante la semana. Si todo esto no supone desmovilizar al espectador, que venga Talía y lo vea.
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