Silencio

Silencio. Es lo menos que se puede ofrecer a un muchacho asesinado y a otro que, mientras escribo, se resiste a dejar este mundo. Silencio. Es lo menos que se merecen los pobres padres de las dos víctimas, perdidos ya para siempre, como están, en el universo de los que ya no tendrán en la vida una felicidad limpia de melancolía. Silencio es lo que ofrecieron los hombres de la ventana del Palace, González y Guerra, que suspendieron el acto conmemorativo de aquel saludo triunfal de hace veinticinco años, certificando que cuando alguien muere, y más tan dramáticamente, las personas decentes deben callarse. Al fin y al cabo, pocas son las palabras que no pueden esperar, todo podía esperar en el día siguiente al crimen, la autodeterminación de los pueblos, el derecho a decidir, la indignación por las infraestructuras, el AVE, las cercanías, el discurso de un nuevo presidente de partido, todo; sería absurdo añadir que también podían esperar los que vociferaban contra las detenciones de los integrantes del aparato político de Batasuna, porque para ellos sólo tienen derecho al silencio los muertos que caen de su lado. Silencio. Era lo mínimo que se les pedía a los ciudadanos que se agruparon en torno a la concentración madrileña para honrar a los dos guardias civiles. Unos minutos, un tiempo muy breve que se podía y debía perder, un gesto de contención solemne que mantuviera las bocas cerradas y dejara a un lado la ira política; unos minutos en los que no se patrimonializara el dolor, porque el dolor en estos casos sólo tiene dos intensidades, el de la familia, que es inconsolable, y el del resto, que debiera saber manifestarse sin aspavientos ridículos ni agresividad. Pero hay una parte del país que parece haber perdido la noción de lo que es fundamental, la vida, y de lo que es accesorio, lo demás. Y es insoportable convivir con esa falta de humanidad.
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