Prohibido prohibir
Ha pasado de moda o está mal visto expresar el concepto de prohibición, como si fuera una palabrota o una inconveniencia. Antes nuestra vida estaba cómodamente jalonada por un sinnúmero de vetos de los que, en general, se hacía poco caso. Letreros por todas partes: "Se prohíbe escupir, hacer aguas menores, hablar con el conductor" y, a veces, contagiados de las dulces fablas lusa o italiana, "es peligroso asomarse al exterior", cuando viajábamos por ferrocarril y los postes pasaban a menos de un metro de las ventanillas. "Prohibido cantar, ni bien ni mal", leí en alguna tasca de la calle de Fuencarral, cerca de Quevedo. En los muros de las iglesias pueblerinas, campearon otras sugerencias: "Se prohíbe blasfemar y jugar a la pelota", aunque aparecían por separado. Ahora está pésimamente considerado, pese a su utilidad orientativa: "Cuidado con los cacos" que, de forma menos inteligible y más ruidosa, se escucha en los aeropuertos. Formaron parte de la educación mural (¡ojo: mural!) ciudadana. Por lo que, poco a poco, vamos conociendo, esto no forma parte de la nueva asignatura, que no entro en calificar porque no es mi incumbencia.
Echo de menos -como de forma reiterativa y pesada le ocurre a todos los viejos- otros medios más sutiles de orientación para la convivencia. Por ejemplo: ¿qué se ha hecho de los quioscos de música? No hace mucho, cualquier aglomeración cívica contaba con uno, en la plaza o el parque, para escuchar a la banda municipal, entidad filarmónica de aleatoria calificación. Recuerdo la hora y media que mi padre se concedía de asueto dominical para ir al teatro Monumental, sito en el principio de la calle de Atocha, para disfrutar de los conciertos dirigidos por el maestro Arbós, que fue director de la banda madrileña. Aparte del Retiro, teníamos salpicados varios quioscos por Madrid, y hasta la última remodelación, el de la plaza de Chamberí, donde creo que ya no se escuchan el metal y la madera. Otro recuerdo del que hay numerosos testigos: en el Retiro, cerca de la puerta que da a la iglesia de San Manuel y San Benito, cada domingo, los catalanes se reunían para bailar la sardana y no era un acto sedicioso o clandestino, al menos entre los años cuarenta y los setenta. No consigo acomodar la imaginación para traer aquellos recuerdos a los días en que un concierto de Springsteen abarrota un polideportivo.
El desarrollo individual solía formalizarse en los hogares donde los niños de ambos sexos -hace pocos días alguien informó a los pequeños de que podían intimar con "todos los sexos"; ¡qué suerte, en mis tiempos sólo había dos!- aprendían el comportamiento social a base de algunos capones bien administrados. Luego, la escuela le daba una mano de barniz social, entre la oferta de otras sabidurías. Paso gran parte de mi tiempo en un lugar de la cornisa cantábrica, donde siento mis raíces y en la prensa local leo un reciente suceso, ocurrido en el instituto de Sama de Langreo. Un escolar fue reconvenido por el profesor o el director, a causa de su negativa a quitarse la gorra en clase. Los padres tomaron partido por el vástago y reclamaron copia de las normas por las que se rige la convivencia en el centro escolar. Por un lamentable fallo de las autoridades competentes, no aparece por parte alguna la obligatoriedad de ir destocados. Aquello era una flagrante ofensa, agravada por el acoso de los profesores ante los constitucionales derechos de supuesto educando y a su libertad indumentaria. Argumento inconmovible: "Siempre usa la gorra y es parte de su personalidad".
El asunto sigue en trámite y sospecho que va a ser muy difícil encontrar a un inspector en la Consejería de Educación del Principado de Asturias que se destaque para resolver el morrocotudo problema. Por ahora el hecho sobresaliente es que el tal muchacho difícilmente puede ser acusado de no tener nada en la cabeza. Una gorra, al menos, sí, lo cual debe exigir que conste en su expediente académico.
Es lo que pasó en Ceuta, con las escolares tocadas con el hiyab. Ahí el ministerio tuvo que mojarse y las criaturas han preservado la ortodoxia. Lo que sucede en las Asturias de mis amores lo hubiera entendido mejor si se hubiera discutido en torno a una boina. ¡Pero prohibir o autorizar una gorra! Eso solo se le ocurre a Nicolas Sarkozy.
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