El pasado insiste
El otro día, en una autoescuela al oriente de la provincia de Málaga, salió una pregunta de examen para el carné: ¿dónde hay más monotonía? Tres respuestas se ofrecían como posibles: ¿conduciendo por autovía, en una travesía urbana o por una carretera convencional? Pero un muchacho, en la edad, como dice un amigo italiano, de pasar del autoerotismo "al erotismo en auto", planteó una cuestión previa: ¿Qué es monotonía? ¿No os enseñan eso en la escuela?, interrogó a su vez un testigo, y se contestó: la escuela es un desastre. Los estudiantes españoles, según informes internacionales, van mal en ciencias y en letras, y los andaluces son los peor situados en la lista nacional.
Siendo Andalucía una de las regiones que mayor porcentaje presupuestario destina a educación, es la que menos dinero gasta por alumno, y tenemos un pasado horrible, de aislamiento e ignorancia a la fuerza. No es una casualidad que, según contaba el miércoles la excelente crónica de Ginés Donaire en estas páginas, nueve de los 15 municipios españoles con más analfabetismo sean andaluces. El profesor de Geografía Humana, José Menor, de la Universidad de Jaén, relacionaba estos datos con "el hábitat más rural y de montaña de estos municipios". Una vez leí que en la serranía de Ronda no conocían la rueda antes de 1920, y los aventureros ingleses que por aquella época se adentraban en Las Alpujarras se admiraban ante la pobreza, belleza, sordidez y dolor de una tierra remota y ensimismada. Todavía, muchos años después, en 1987, Bruce Chatwin pensaba en Afganistán ante el mismo paisaje.
Todo ha cambiado. Vivimos tiempos de gracia económica y se notan los años de educación gratuita y obligatoria, aunque el viernes por la noche, exactamente a las 11 menos cuarto y 49 segundos, los titulares del teletexto de Canal Sur me dieran un susto: el 30% de los andaluces son pobres. Hasta los 16 años la enseñanza básica y secundaria es general, pero siguen abundando los que no entienden lo que leen e, incapaces para seguir instrucciones por escrito, sólo obedecen órdenes en voz alta. La competencia en el uso de la palabra escrita es nula. La gente deja el colegio antes de tiempo. Las costumbres del país son de pocos estudios, pocos libros y condiciones de vivienda que hacen difícil leer.
Un altísimo cargo de la Junta alegaba el otro día por televisión, a propósito del fracaso en la enseñanza, un problema añadido: ya no hay paro y los niños se van del colegio para lanzarse al mercado laboral. "También las familias necesitan el dinero", decía el líder, con un atisbo de conciencia social. Cuando el paro era crónico, nadie podía estudiar, y parece que, ahora que no hay paro, nadie puede estudiar porque trabaja. No es tan peregrino como parece. El historiador de Arte Ernst H. Gombrich, recordando su juventud en la Viena de entreguerras, hablaba de una ciudad riquísima en cultura, pero pobrísima, sin esperanzas, con mucho paro, sobre todo en las profesiones intelectuales. La gente no encontraba trabajo, y ésta "era una de las razones por las que llegábamos a ser tan cultos".
Aquí algunos se han empeñado tradicionalmente en que la ignorancia forme parte de nuestra riqueza. Nos han querido convencer de que vivimos en una inocencia paradisíaca. Esta voluntad de convertir en señas de identidad local las lacras del aislamiento económico y geográfico se parece a la adulación que algunos maestros, probablemente de buena fe, ofrecen a los escolares, imitando su lenguaje como si, para conquistarlos, adoptaran la estrategia de esas firmas que usan jergas juveniles para vender comestibles, ropa, teléfonos y otros aparatos electrónicos. También copian los gestos. He visto en este periódico una foto de la ministra de Educación con los pies encima de un banco público, tumbada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.