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Columna
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¡Viva la bibliografía secundaria!

Cada seis años los profesores de universidad presentan al Ministerio de Educación una relación de lo que han publicado durante ese periodo. Si la comisión que evalúa la calidad de sus trabajos redacta un informe positivo, se les concede un "tramo de investigación", y un pequeño aumento de sueldo.

La resolución que establece los criterios para evaluar estos sexenios excluye tácitamente los libros de ficción. A primera vista la restricción tiene sentido: que un catedrático de Derecho Administrativo sea un excelente poeta de la experiencia no lo hace mejor jurista. Un psiquiatra como Martín Santos renovó la literatura española con Tiempo de silencio, pero su novela no aportó nada nuevo a los estudios sobre la psicosis paranoica. Hasta aquí todos de acuerdo. El problema viene con los profesores de literatura española; y en particular con los profesores que además de enseñar literatura, la escriben.

Todos conocemos obras de ficción que no sólo nos han explicado la historia de la literatura mejor que muchos manuales de consulta, sino que la han transformado. Pues bien, para el Ministerio de Educación estas novelas carecen de valor académico, no sirven para que sus autores -en el caso de que sean profesores de universidad- obtengan tramos de investigación y aumentos de sueldo. Ni estas novelas ni ninguna. La ley no valora las obras de creación, sino los estudios que las interpretan. Pero este criterio no se aplica a todas las disciplinas. A los profesores de arquitectura, por ejemplo, sí se les reconoce su trabajo creativo. Para obtener tramos de investigación ellos pueden alegar sus estudios teóricos y también sus obras prácticas.

Detrás de esta situación no hay más que un descrédito general de la ficción escrita. Lo llamativo es que este menosprecio de la literatura se produzca en las mismas aulas que la estudian. Hay catedráticos que han dejado de leer novelas y que lo proclaman con un extraño orgullo de legionario. Otros, la mayoría, desdeñan los talleres de escritura y se resisten a que en la universidad española aparezcan esas facultades de Creative Writing que tienen las universidades estadounidenses, donde dan clases de literatura John Updike o Philip Roth.

Este desprestigio de la ficción está provocado paradójicamente por una concepción romántica de la creación literaria, por un prejuicio que estos profesores comparten con muchos escritores: piensan que el escritor nace, que no se hace. Reconocen que Mozart tuvo que estudiar solfeo antes de componer y que Velázquez debió empollarse los principios de la perspectiva antes de ponerse a pintar, pero les cuesta aceptar que las estructuras narrativas, la creación de personajes o la disposición de la materia en una tesis doctoral requieren una técnica que también se aprende. Los griegos la llamaban Retórica.

Y, claro, si escribir es un don, una secreción natural del cuerpo, una capacidad con la que se nace, algo para lo que no se necesita preparación técnica ni mejora, una tarea que no requiere documentación ni aprendizaje, sino que simplemente sale, es lógico que no se aprecie, y que se valore más la interpretación de una novela que la escritura de la misma.

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