Dame Kiri en Barcelona
Ella habitó entre nosotros. El martes pasado, en el Palau de la Música. Ella es Dame Commander del Imperio Británico Kiri Te Kanawa, soprano y señora de la escena desde su reservada elegancia maorí. Acudió invitada por Mutua Intercomarcal, que celebraba con ello el 75º aniversario de su fundación y que ha destinado la recaudación al impulso de varios programas de inserción social para personas discapacitadas. Consígnese este dato para aclarar que no se trataba de un público estable como, pongamos, el de la temporada de Ibercàmera, sino reunido especialmente para festejar el hito corporativo.
No es que estas cuitas, tan mortales, pudieran afectar a Dame Kiri Te Kanawa. Cante en uno u otro lugar, cante para una u otra causa, ella pone invariablemente por delante su compromiso muy serio con el arte del canto, por encima de pequeñas adversidades, como fue, en este caso, el exceso de aplausos que no respetaron los bloques por compositores del programa, sino que aclamaron cada una de las canciones... ¡y fueron 23, más dos propinas! En compensación se puede aceptar que a la artista tampoco le fuera mal recuperar aire: la voz, lógicamente, no posee la misma frescura que en los inicios de la carrera, a finales de los años sesenta, y quede dicho esto para desbrozar el terreno y entrar en lo que de verdad importa: qué nos puede dar hoy esta señora madura y serena que se planta en medio de las musas del Palau, prima inter pares, y ataca el aria de Mozart Ridente la calma. Cuanto siguió fueron, sencillamente, emocionantes lecciones de canto.
Lección número 1, Mozart. De Ridente la calma, número de catálogo 152, a Un moto di gioia, número 579, se recorre prácticamente el arco de vida de un compositor de quien resulta tan inexplicable la seriedad de la niñez como la alegría de vivir que transpira su obra adulta. Y por cierto: ahí quedaron los pianissimi de Dame Kiri. A ver hoy quién los tiene igual.
Lección número 2, Richard Strauss. Entre otras, joyas como Ständchen, Morgen y Zueignung. La voz doméstica de la madre que aleja terrores y arropa el alma, una calidez en el registro central directamente heredada de Kathleen Ferrier.
Lección número 3, canción francesa. La vie antérieure, de Henri Duparc, sobre el poema de Baudelaire; Hôtel, de Francis Poulenc; versos de Apollinaire, entre otras. La voluptuosidad del decir cantando, de perseguir la nuance de la frase no de forma arbitraria y hueca, sino como una exigencia poética priomordial.
Hubieran bastado estas tres lecciones para justificar el viaje al Palau en una fría noche de invierno en la que el Barça se enfrentaba al Olympique en Lyon. Pero aún llegó la frescura en lengua española de Carlos Guastavino y Alberto Ginastera (¡qué espléndida su Canción del árbol del olvido!), y fue una fiesta llena de color que acaso hubiera podido concluir ahí, pues nada habían de añadir a lo mucho ya dicho las canciones de Ermanno Wolf-Ferrari y, sobre todo, las de Puccini, Sole e amore y Morire, que, en la modesta opinión de quien les escribe, compiten en una categoría inferior al resto. Y ya, atreviéndonos a poner algún pero más, la verdad es que en un repertorio de canciones, diligentemente acompañadas por el pianista Julian Reynolds, sobraban claramente las dos propinas operísticas, 'Io son l'umile ancella' de Adriana Lecouvreur, de Cilea, y nada menos que 'O mio babbino caro' del Trittico. Bueno, a veces incluso Homero echa una cabezadita. Y además el público lo celebró muchísimo, aplaudiendo con destacable fuelle a esas alturas del recital. No había para menos. Enfundada en su elegante vestido color caldera, que combinaba exquisitamente con el fondo de cerámica esmaltada sobre el que las musas de piedra desplegaban sus artes, Dame Kiri Te Kanawa había dictado una soberbia conferencia sobre cómo se canta cuando algunos dicen que ya no se debe cantar. No les crean.
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