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Columna
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Rendición incondicional

Escuché la historia de boca de uno de sus protagonistas, al terminar una prolongada tertulia. Tres buenos y adinerados amigos se habían desplazado hasta París, en el magnífico automóvil de uno de ellos, Rolls o Hispano Suiza, conducido por un veterano y castizo chófer, hombre de talento natural y discreción probada. Tras almorzar en Casa Vallés, cerca de Burgos, pernoctaron en Biarritz, y llegaron a París a la hora del almuerzo, previsto en La Tour d'Argent, entonces uno de los tres o cuatro mejores de la ciudad. La Segunda Guerra había concluido hacía poco y el tráfico de personas y vehículos era tan escaso que, por exagerado que parezca, se podía aparcar en cualquier lugar. Los excursionistas decidieron una parada en el puente que desemboca en la plaza de la Concordia, cerca de donde se prolonga esa larguísima calle que remata el Louvre y continúa, detrás del Arco de Triunfo por la avenida de La Grand Armée. La inmensa plaza, los jardines del Vert Galant, el palacio de la Asamblea Nacional, el obelisco, incluso la actual excrecencia de la intrusa pirámide, forman uno de los paisajes urbanos más bellos e impresionantes del mundo, algo que hoy contempla poca gente, pues circular en coche hipoteca la atención e impide saborear el paisaje.

La libertad se convierte en un complemento ideológico, como el bolso o unos zapatos de marca

Se detuvo el vehículo y los tres viajeros apoyaron los codos en el espacioso pretil. También el conductor había descendido para estirar las piernas. Tras unos minutos de silencio, alguien, queriendo hacer partícipe al plebeyo de aquel momento, le preguntó su parecer, ante tal maravilla. Tras unos segundos de recorrer con la vista el amplio entorno, concedió: "Muy bonito, señor. Pero, ande esté Madrid...".

La anécdota sirve para arrancar sobre el supuesto de la igualdad entre los seres humanos. Pienso que no. ¡Qué aburrimiento!, una sociedad clónica donde ya es bastante difícil distinguir a unos de otros e incluso sin una inspección más detallada, identificar, desde los hombros para abajo, si el que camina delante es mujer o es hombre, abolida la singularidad de las faldas. Se ha instalado cierta uniformidad, sorteando otro tipo de diferencias del que procuramos hablar poco. Días pasados, un desdichado científico aventuró la hipótesis de que la capacidad intelectual de los negros es inferior a la de los blancos, y a estas horas no sé si el pobre hombre vive aún. No es discutible el axioma de que, de forma mayoritaria, los jugadores de baloncesto sean mucho mejores entre los individuos de color oscuro, y que destacan como los más diestros y considerados en el fútbol, que el cine tiene ya sus grandes películas donde no aparecen sujetos de otra raza y eso no ha producido alteraciones ni protestas entre nosotros los blancos, imagino que mientras tengamos la coartada de Pablo Gassols.

El asunto de la diferencia de sexos es más peliagudo. Amo a las mujeres -ruego me sea admitida la comparación, he sido un devoto de ellas- y refugiados mis sentidos en la vista, no dejo de volver la cabeza al paso de muchas con las que me cruzo. En cuanto a talento, carezco de empacho en admitir que, generalmente, tienen más que los hombres. Son un poco como las autonomías soberanistas: nunca están satisfechas con lo que consiguen, lo que me parece una táctica sumamente acertada. Se nos quejan de que no dirigen las grandes empresas. ¡Toma! Ni los hombres. Los capitostes son siempre unos pocos que no ofrecen síntomas de ceder sus privilegios. Acabarán quitándoselos. Ellas, sin duda.

De una parte, ha ganado la batalla el precepto de la igualdad, pero si repasamos las páginas de los periódicos, los semanarios y los interminables espacios publicitarios de la televisión, comprobaremos la magnitud otorgada al consumo adjetivo de cremas, afeites, dietas, tintes, indumentaria. Nunca hubo tantas publicaciones dedicadas exclusivamente a las mujeres, dirigidas por mujeres que no olvidan el trecho que aún queda, para sobrepasarnos, aunque muchos nos encontremos ya resignadamente instalados en la cuneta. En mis soliloquios, más frecuentes ahora que la bebida se ha apartado de mí, me ronda la certeza de que ellas no quieren parecerse a sus congéneres, eso está ya superado. Quizás porque no dejan de tener buenos sentimientos, planean que nos parezcamos a ellas, lo que haría del dominio un arte más doméstico. Los hombres se afeitan el cuerpo, lo depilan y ungen con adobos, lociones, potingues hidratantes o todo lo contrario para mayor gloria y beneficio de la industria cosmética, mucho más poderosa que la armamentística. Lo cual no parece malo.

La libertad se convierte en un complemento ideológico, como el bolso, unos zapatos de marca, el cinturón que Mary Quant pudo haber lanzado como minifalda y cuánto admiramos en los bellos anuncios cotidianos. La igualdad, más difícil de conseguir y estabilizar, se precipita a favor de las damas, a las que humilde y rendidamente doy la enhorabuena. Es lo único que me queda.

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