El encanto de la transición
Se hace camino al andar, pero mejor saber a dónde se quiere ir, como le dijo el Gato a Alicia. La exposición que se acaba de inaugurar en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) nos descubre la mejor cara de la transición, la de la calle, la de una sociedad que no había esperado a la democracia para querer ser libre e intentarlo. El encanto de la transición que nos transmite la exposición reside en esta libertad anhelada, en la informalidad en el vestir, en el baño desnudo, en la fiesta en la calle. Las fotografías y los dibujos son más expresivos que las declaraciones políticas, conocidas, no siempre cumplidas, felizmente en esta ocasión ausentes. El humor se muestra más transgresor que las ideologías, y los manifestantes anónimos resultan más atractivos que los grandes personajes, también discretamente ausentes. Porque la calle es donde se expresó el ansia cotidiana de ser libre, en las costumbres, en las ideas y en la vida personal de cada uno. Y es en la calle donde se expresaron colectivamente centenares de miles de personas, a partir de los años sesenta en especial, movidos por conceptos aparentemente abstractos -libertad, amnistía, autonomía-, pero que eran muy concretos en las cabezas y corazones de los manifestantes.
La exposición del CCCB nos dice que lo atado no estaba bien atado y que fue en la calle donde se desató
La otra cara de la moneda aparece en las fotos y en los dibujos y en las palabras de los jerifaltes de antaño, los depositarios de las esencias del franquismo reunidos en el Consejo Nacional del Movimiento. No se pierdan los discursos de los dinosaurios, de Raimundo Fernández Cuesta proclamando que las esencias de España vencerían a todos sus enemigos y perdurarían siempre, aunque fuera a pesar de los españoles. O de Blas Piñar, llamando a la guerra santa contra los sacerdotes críticos y terminando su discurso asegurando que mejor una religión sin sacerdotes que unos sacerdotes sin religión. La exposición nos dice que lo atado no estaba bien atado y que fue en la calle donde se desató. Y llegó la democracia. Y luego se puso de moda el desencanto. El desencanto fue lógico y era aún un sentimiento positivo. Las ilusiones de la transición eran a la vez concretas e infinitas, anhelos de una vida más intensa y demandas concretas en cada ámbito de la vida de cada uno. La realidad impuso sus limitaciones, la política se profesionalizó, aunque ahora con representantes electos, las libertades políticas no resolvían necesariamente los problemas acumulados. El desencanto correspondía a una voluntad de ir más lejos, con más ambición y más garbo.
Y más tarde llegó el aburrimiento de unos y la iniquidad de otros. Y en esto estamos. El aburrimiento de la política democrática, la incapacidad de generar ilusiones y esperanzas por parte de los representantes de los partidos. Ni en España, ni en Cataluña, ni en Barcelona se nos ofrecen proyectos de futuro. Y no hay mucho que decir. El aburrimiento genera aburrimiento, se pierden las ganas de criticar. Y además, las alternativas son mucho peores: la mejor campaña a favor del actual Gobierno de España la hacen los líderes de la oposición con sus discursos tan parecidos a los de los siniestros consejeros del Movimiento.
La exposición nos muestra un mundo vital que nos hace ver lo mucho que hemos retrocedido ahora. Véase el caso de la Iglesia. Entonces dominaba la escena la Iglesia del cardenal Tarancón y de otros obispos que apostaban por la reconciliación y por la libertad, de los Cristianos por el Socialismo, de los párrocos y monjas que dejaban iglesias y escuelas para hacer asambleas. Hoy ha recuperado el protagonismo la Iglesia del nacionalcatolicismo, de la cruzada, de la del odio a los otros, la intolerante que quiere imponer su ignorancia y su dogmatismo al conjunto de la sociedad. La propietaria de la cadena radiofónica que ha pervertido la información mediante el insulto, la mentira y la calumnia. La que es incapaz de reconocer sus pecados y sus crímenes, la que ve la paja en el ojo ajeno pero no la enorme viga en el suyo. Una Iglesia que hace tres décadas pensábamos que estaba en trance de desaparecer.
La exposición nos transmite una imagen más real que la que tan frecuentemente se nos ha vendido, la del cambio como resultado de un cónclave entre algunos personajes, unos reales y otros ficticios, en tanto que protagonistas de la democracia. Pero además nos transmite una imagen de esperanza. Si la sociedad se hace más libre por abajo acabará siendo más libre por arriba. El mensaje implícito es: seamos transgresores, desde nuestra cotidianidad, desde nuestro lugar de vida y de trabajo. Perdamos el respeto a las instituciones anquilosadas, reclamemos a los políticos profesionales del aburrimiento que queremos ideas y risas y sobre todo declaremos personas no gratas a todos aquellos que desde la política, la religión o los medios de comunicación nos recuerdan el mal pasado que nos acecha.
Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.