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Columna
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Los colores de la carne

El Centro José Guerrero de la Diputación de Granada se ha convertido en un ámbito imprescindible de reflexión sobre los caminos y el sentido del arte contemporáneo. La última exposición organizada, Los colores de la carne, no sólo recoge una colección impresionante de fotografías sobre la prostitución, sino que invita a pensar en los paralelismos que se establecen entre los procesos estéticos y los rumbos sociales. El artista moderno, cansado de imitar una realidad fracasada, inició la aventura de fundar espacios alternativos en los que se pudiera encontrar una ilusión de transcendencia. Una pipa pintada ya no fue una pipa. Los dormitorios, los paisajes, los rostros y las mujeres del arte pertenecieron a su propio espacio estético, sin confusión posible con la realidad. Las señoritas de Aviñón pintadas por Picasso no eran putas del Raval barcelonés, sino figuras estéticas que representaban entre colores y trazos autónomos la alegría de vivir. Los burgueses y las masas incultas se alejaron del arte contemporáneo, pensando que aquellas imágenes eran cosa propia de niños. Pero si eso lo pinta mi hijo, repitieron muchos señores ridículos delante de un cuadro de Miró. En seguida nos dimos cuenta de ese tipo de estupidez. Fue más sigilosa otra inercia paralela, por la que un número muy significativo de artistas se alejaban de la realidad y, a través de la absoluta abstracción o de la pantomima, acaban suprimiendo la experiencia histórica de carne y hueso. Las realidades virtuales de hoy, que cancelan la realidad, son herederas de las aventuras del arte contemporáneo. El piloto norteamericano que bombardea Irak dentro de la pantalla de un videojuego no siente mala conciencia. No ve los ojos, ni los labios, ni la carne de la gente que mata. Sólo protagoniza el síntoma extremo de una sociedad que ha separado la noticia y el acontecimiento, el drama histórico y los espectáculos virtuales, la imagen y los cuerpos. Las inercias mercantiles de los galeristas de la vida marcan el rumbo. No es ya que el espectáculo sea más importante que el cuerpo o la obra de arte; es que viene a sustituir el sentido último de los cuerpos y de las obras.

La mercantilización de los cuerpos supone un modo de violencia en papel couché. La mujer inventada, lujosa, perfecta y prostituida por la publicidad implica también el síntoma extremo de una sociedad que ha sustituido la vieja represión clerical por nuevas formas de explotación y de abstraciones comerciales. Por eso conviene mirar de nuevo y con atención el color de la carne. Joan Fontcuberta ha comisariado esta exposición del Centro Guerrero en la que aparece la prostitución en blanco y negro, sin los procesos elaboradores del color, estableciendo un ámbito de miradas que quieren separarse de las realidades virtuales, los maquillajes artísticos previsibles y los paraísos de la publicidad. Los ojos de 8 fotógrafas, Merry Alpern, Jane Evelyn Atwood, Elisabeth B., Paz Errazuriz, Maya Goded, Alicia Lamarca, Erika Langley y Susan Meiselas, observan lugares de sombra, cuerpos destruidos por los años, sábanas sin huellas de respeto ni amor, clientes repugnantes, tatuajes, billetes de banco, travestis y muchachas hermosas afectadas por la melancolía o por el juego de la supervivencia. No hay voluntad de moralismo, ni miedos puritanos, sino el deseo de volver a mirar, de situar la perspectiva artística junto a la realidad de una experiencia histórica que se ha vuelto otra vez necesaria para entender la vida, para crear sentido, para que las palabras y las imágenes conserven el calor de los cuerpos, para que el arte reconozca de nuevo su autoridad y sea capaz de valerse por sí mismo. La exposición del Centro José Guerrero invita a mirar, obliga a meditar sobre los cuerpos y la historia del arte.

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