"En el circuito del golf me llaman 'El Rojo"

Termina una ronda de golf y Miguel Ángel Jiménez se sienta en la sala de prensa, los pies encima de la mesa, bien visibles los clavos de sus zapatos Nebuloni bicolor. Un fotógrafo se acerca y le pregunta, ¿una foto así, como Aznar en la cumbre? Como herido por el rayo, Jiménez baja rápido los pies, tuerce la boca y exclama. "Ay, Aznar, sólo oír el nombre me da repelús".
"Me siento como el último mohicano, manteniendo la bandera en el fuerte"
Los psicólogos han convencido a los golfistas de Estados Unidos de que la clave del rendimiento es la despersonalización, la ausencia de alma. No extraña, pues, que Jiménez, golfista de veteranía y éxito, resistiera sólo dos semanas en el imperio del golf, que regresara a su Málaga echando pestes de la vida americana. Comer con él es compartir mesa con un oso polar, una especie en vías de extinción.
Es un placer observar al jugador de Churriana feliz moviendo el bigote sobre un pedazo de carne roja, vuelta y vuelta, lo suficiente para quitarle el frío. Roja, como su pelo rizado sujeto en coleta tras la gorra, su feroz muestra de personalidad; roja, como sus pecas, su piel, como la capa de cedro que envuelve el montecristo que voluptuoso transforma en volutas de humo sobre el cortado final, roja como su Ferrari. Roja como su apodo en el circuito. "Me llaman el rojo en el Tour europeo. Me lo llaman por mis ideas", dice. "Y no me molesta. He sido socialista toda la vida. Defiendo a los que hacen política para la gente, a los que trabajan para crear bienestar. Y no le debo nada a nadie. Puedo disfrutar de todo lo que tengo porque me lo he ganado, a nadie he quitado nada".
Pocos de la edad del golfista rojo se mantienen aún competitivos en Europa. Jiménez, que forma parte de los grandes del golf en España, un eslabón en la cadena que de Seve Ballesteros lleva a Sergio García pasando por José María Olazábal, tiene 42 años y ayer logró en Hong Kong su 14ª victoria. En 2008 disputará su 20ª temporada consecutiva en el circuito, pero más que la veteranía, más que la diferencia de edad, más que la barriguita prominente, lo que le distancia de la mayoría, una masa indeterminada de escandinavos indistinguibles y británicos, es el origen. "Me siento como el último mohicano, ahí, manteniendo la bandera en el fuerte", dice. "Soy el último caddie jugador. El último de una generación en la que para ganarte las pesetas empezábamos a trabajar de niños llevando bolsas. Y no nos permitían ni jugar al golf, lo hacíamos a escondidas. Luego el progreso económico que trajo la democracia a España, el milagro de que haya agua corriente y electricidad en todas las casas, la enseñanza obligatoria, ha acabado con el trabajo infantil. Y los carritos eléctricos, con los caddies". Con la imaginación que él también desarrollaba en los juegos callejeros, haciendo tirachinas con un palo y un trozo de neumático.
"Ahora, los golfistas son como los demás deportistas. Son jóvenes normales, que con ilusión y trabajo se hacen buenos", dice. "Pero también se dan aberraciones. Niños presionados por sus padres. Niños a los que roban la infancia y a los que, si triunfan, les cae encima un saco de millones. Y no están preparados para eso. No me extraña que muchos, llegados los 18 años, les digan hasta luego a su padre y al golf".
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