El circo
En el circo moderno a los tigres se les obliga a pasar por el aro y algún domador llega incluso a meter la cabeza en la boca de un león. Contemplar al rey de la selva sarnoso, obediente y temeroso del látigo es uno de los espectáculos más tristes que se pueden dar, tanto o más que el número de los payasos. Aunque muchos espectadores esperan que un día el león se coma al domador, ese rito raramente se cumple; en cambio resulta inquietante imaginar el dolor que existe detrás de la risa del payaso o tal vez el crimen de varios niños enterrados en su jardín, que oculta el cara blanca. En el circo romano no había payasos, ni leones amaestrados ni trapecistas. El espectáculo lo constituían los gladiadores descuartizándose entre sí y las fieras que se desayunaban directamente con cristianos. Excitado por la sangre, el público se saciaba también con el propio y frenético jolgorio y en medio de la carnicería abierta al cielo azul el dedo pulgar del emperador marcaba el destino de los figurantes. Cabe imaginar qué habría pasado si, de pronto, todas las salidas del coliseo romano hubieran sido tapiadas herméticamente, dejando dentro a los espectadores condenados para siempre a asistir al mismo espectáculo. Una vez muertos todos los gladiadores y devorados todos los cristianos, la carne fresca habría sido tomada directamente de las gradas. Ésa es la pesadilla de nuestro tiempo, como la del siglo XX fue la del funcionario Joseph K atrapado en el proceso de Kafka. Hoy el mundo se ha transformado en una inmensa carpa de cristal sin salida alguna y nuestra condena consiste en no poder abandonar nunca el tendido y estar obligados a consumir, repetir, comentar y reproducir inexorablemente las imágenes idiotas, violentas y anodinas, que nos sirve la historia a través de un laberinto de espejos. Todo lo que pasa en el mundo sucede ante nuestros ojos, pero ninguna gran tragedia dura más de un minuto en el telediario. Los trapecistas suelen ser monarcas, políticos, asesinos, cardenales, ladrones y estrellas de cine. Aunque el subconsciente del espectador, para liberarse, pueda desear que en el salto mortal se aplasten contra la pista, nada es peor que sentirse condenados para siempre a asistir a ese espectáculo.
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