Cuanto peor, mejor
Algunos dirigentes del PP lo sugirieron sin levantar demasiado la voz: la sentencia del 11-M debía entenderse como una oportunidad para pasar página y mirar adelante. En realidad, con esas figuras retóricas lo que pretendían decir era que, de aquí a las elecciones, no se presentaría ninguna otra ocasión para rectificar el rumbo emprendido por su partido desde los aciagos días de marzo de 2004; un rumbo marcado por la sed de revancha y por el delirio de restaurar las cosas en la situación anterior al terrible atentado, como si todo lo ocurrido desde entonces hubiera sido un gran descarrilamiento de la historia causado por un complot universal en el que estarían implicados desde ETA hasta los servicios secretos de Marruecos, pasando por la Guardia Civil.
Como nadie estaba seguro de cuál habría de ser la posición del candidato a la presidencia, esos pocos dirigentes se animaron a sacar pecho sin imaginar que con su propuesta conjuraban el fantasma del anterior presidente, que volvió de las tinieblas exteriores para poner los puntos sobre las íes. Nada de pasar página; nada tampoco de limitarse a expresar el melifluo deseo de que se siga investigando -astuta fórmula inventada por el líder vicario para nadar y guardar la ropa-. Todo eso es, para el líder carismático, música celestial: aquí lo que hace falta es reconquistar el Gobierno para enviar a las divisiones acorazadas a desiertos y montañas hasta dar con el verdadero autor, un intelectual escurridizo, según parece.
Habló Aznar, y de inmediato Acebes y Zaplana recobraron el resuello que se les había cortado al oír la sentencia. El PP no modificará ni un ápice la dirección de su política, que, en resumidas cuentas, consiste en seguir proporcionando pasto en abundancia a los sectores más extremos de sus votantes en la seguridad de que, por mucho que tensen la cuerda, no van a perder a los más moderados: aunque sobra espacio para las políticas de centro, no lo hay para un partido centrista en España. Con retener a los suyos -a todos los suyos- no les bastará para ganar, y ellos lo saben, pero tampoco sufrirán una pérdida catastrófica, de eso pueden estar seguros: prefieren, pues, amarrar el voto leal, aunque sea a costa de llevar a niveles nunca antes alcanzados el rechazo de quienes de todas formas no les van a votar.
Confirmar su voto, y dar por perdido el de los indecisos, no da para triunfar, a no ser que organicen el apocalipsis por ver si de esta manera se favorece la abstención y, sin ellos ganar, consiguen que los socialistas pierdan. Ésas son las cuentas que se hacen y ésa es la explicación de una campaña, a primera vista irracional, que intenta extender a todos los ámbitos de la política la sensación de que vivimos en un desbarajuste, provocado por la debilidad, la improvisación y la cesión del Gobierno. Es también la única explicación posible para una política de más largo alcance, que excede la mera coyuntura electoral: el estropicio irreparable causado a las instituciones que requieren, para su normal funcionamiento, el acuerdo entre los dos grandes partidos de ámbito estatal.
No se trata sólo del Consejo General del Poder Judicial, condenado a vivir en una especie de limbo legal. Se trata también, o sobre todo, del Tribunal Constitucional, definido por ley orgánica como intérprete supremo de la Constitución, independiente de los demás órganos constitucionales. La invasión de la política de partido en el alto tribunal se ha consumado a la vista de todo el mundo en un espectáculo sin precedente en nuestra historia constitucional, no tan larga como para dar por consolidadas las instituciones en las que se basa lo que queda de división y equilibro de poderes. El Partido Popular ha mostrado, con la imprescindible colaboración de sus terminales en el tribunal, que está dispuesto a dejar averiado para siempre ante la opinión pública al "intérprete supremo de la Constitución" con tal de salirse con la suya.
Desbarajuste allí donde pueden meter las narices y estropicio allí donde pueden meter la mano: la ofensiva es de tal envergadura que no serán pocos los que piensen que sería suicida responder con un encogimiento de hombros. La política del cuanto peor, mejor, a la que el trío dirigente del PP lleva dedicando todos sus afanes desde que pasó por méritos propios a la oposición, puede convertirse en un bumerán: sólo la perspectiva de verlos ahí otros cuatro años machacando nuestro frágil entramado institucional será suficiente para liquidar la duda en ese sector de ciudadanos no precisamente entusiasta con la acción del Gobierno. -
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.