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Columna
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Sin sentido del ridículo

María Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta del Gobierno y candidata socialista por Valencia en las elecciones de marzo, ha desplegado toda la insólita energía de que es capaz su minimalista anatomía, provocando dos efectos inmediatos. De un lado, ha sacudido por estos pagos el muermo de su equipo colaborador, cuyos pronósticos ya no coinciden, como ha sido habitual desde 1995, con la crónica de una derrota anticipada. No se les oculta cuán arduo es el reto de neutralizar ese filón de votos conservadores que es la Comunidad Valenciana, pero en esta ocasión los socialistas cuentan con tres buenas cabezas de listas y una líder que les ha infundido ánimo ganador.

De otro lado, en el PP han percibido este cambio y ya no se mecen tan confiadamente en las encuestas que les otorgan todavía confortables mayorías. Ahora están muy pendientes de las novedades que acontecen en los cuarteles de su principal adversario. En este sentido, han reparado en la posibilidad de que se activen los procesamientos de algunos prohombres del partido cuando, como ya acontece, todo incidente con implicación política se tiñe de electoralismo y se convierte en arma arrojadiza. Especialmente si se sienta en el banquillo a un personaje como el presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, que no es el único. No habría de extrañarnos que eso ocurra en los próximos meses por cuanto han transcurrido ya cuatro años desde que se formularon los primeros cargos contra el citado dirigente, imputado por distintos delitos contra la Administración y fraude fiscal. Una causa que lleva trazas de demorarse más que el enredo judicial del Prestige, pues ha pasado por las manos de ocho jueces y cuatro fiscales a todos los cuales, aparentemente al menos, les ha venido grande o les ha quemado en las manos.

Un verdadero cachondeo con puñetas, digámoslo sin ambages, que autoriza a proclamar la frivolidad de un sistema que ampara tal desfile de juzgadores, así como justifica la sospecha de su complicidad objetiva, pues será inevitable pensar en el condicionamiento político tanto si la vista oral y la sentencia acontecen antes como después de los comicios. Algo que, a la postre y en cualquier caso, es más grave y escandaloso que la suerte judicial de un individuo, de quien, por otra parte, ya se han divulgado casi todos los lucros y peripecias irregulares sin que ello haya mermado su crédito civil.

En sintonía y respuesta a estas circunstancias, el PP intenta por todos los medios socavar a su principal adversario, el PSPV, mediante la insistencia en el victimismo. A este conocido argumentario acaba de añadirse el resabio xenofóbico. Estos días, y por boca del secretario regional de los populares, el pintoresco Ricardo Costa, resulta que el ministro de Sanidad, Bernat Soria, que encabezará la candidatura por Alicante, es "un andaluz que habla catalán" cuando en realidad es un tipo de Carlet, aprendiz que fuera en la órbita de Joan Fuster y que habla un valenciano límpido de la Ribera Alta. Por otra parte, el impetuoso portavoz parlamentario, Esteban González Pons, tan contumaz en el despropósito, ha cuestionado el origen setabense de la vicepresidenta, cuando su origen es un hecho constatable y ella pertenece a la nómina de los valencianos que triunfan por esos mundos de Dios, y en este caso en Madrid. Pero, de todos modos, ¿qué habría de importarnos este anacrónico escrúpulo por la limpieza de sangre autóctona en un país que se ha convertido en crisol de pueblos y, para mayor paradoja, aducido -el escrúpulo- desde un partido que ha sido tradicionalmente un dechado de forasteros, paracaidistas y cuneros? El todo vale electoral pierde a menudo el sentido del ridículo.

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