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Columna
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Mira Pereira

Me acaba de mandar su último libro Antonio Pereira, de manera que estoy de enhorabuena. Los lectores de Antonio Pereira somos afortunados. A sus 84 años sigue teniendo ganas de contar. Este berciano es uno de los grandes cuentistas españoles que ha dado la segunda mitad del siglo XX. Novelista y poeta, pero antes y por encima de todo lo demás contador de pequeñas historias. La divisa en la torre es el título de su último volumen de relatos, una sencilla excusa para regalarnos un libro de memorias fragmentadas, convertidas en cuentos.

Vivir para contarlo ha sido la divisa de Pereira. No ha hecho otra cosa nunca que contarnos el cuento de la vida, el cuento de su vida. La vida y sus muchos cuentos. León Felipe escribió que los sabía todos ("Y sé todos los cuentos", remachó en un poema atrabiliario como su biografía). Nuestro escritor, en cambio, no pretende saber más de la cuenta. Es un espectador no sé yo si orteguiano o de qué clase, pero sabe mirar y tomar nota. Y además de buen ojo tiene buena memoria. Las cosas, escribió Valle-Inclán, no son como las vemos, sino como las recordamos. Los recuerdos de Antonio Pereira, apenas instantáneas fotográficas, son esquirlas de historia (historia con minúsculas, pero historia real al fin y al cabo). Muy pocos narradores han logrado, partiendo de sucesos tan aparentemente nimios, recrear el aire de la Transición como Antonio Pereira en los textos de esta autobiografía camuflada.

Pereira con su camisa de verano y Borges, ciego, mirando hacia otra parte

Nuestro cuentista es un hombre templado, con la mirada llena de ironía, compasión y paciencia. Hay que tener paciencia en un país como el nuestro, tan propenso a las grandes palabras y a las exclamaciones, para entregarse al cuento y ejercer su modesta orfebrería en voz baja. Estamos hechos de debilidades, de manera que es bueno y deseable que tengamos paciencia unos con otros, recomienda Pereira a la manera de un secreto Voltaire leonés. Y nos lo dice sin perder la sonrisa en sus cuentos sencillos y perfectos, resueltos con el ojo de su bondad y de su inteligencia. Porque todo es cuestión de tener ojo. No importa lo que Pereira mira, sino cómo lo mira. El secreto (o la gracia) consiste en esa forma de mirar y mirarse que tiene el escritor y que le hace único. Miradas sobre las cosas y sobre las personas; miradas nunca cáusticas y jamás implacables o inclementes. Reflejos en las páginas de estos diarios contados de escritores y amigos como Francisco Pino y Antonio Gamoneda. O encuentros como el mantenido en 1980 con Borges, en pleno verano bonaerense. Pereira recién llegado del invierno español y con una camisa comprada para la ocasión en la calle Serrano de Madrid.

Esa camisa es la protagonista de la historia. Los militares convirtiendo Argentina en un capítulo de la Historia universal de la infamia. Una temperatura de 37 grados. Pereira con su camisa de verano y Borges ciego en su departamento de la calle Maipú, mirando hacia otra parte. Pereira preguntándole al maestro sobre los suicidados y otras modalidades del horror que ensombrecía al país. Y Borges relatando entusiasmado sus avances en el estudio del islandés. Y Pereira sudando dentro de su camisa de la calle Serrano. Y Borges recitando el padrenuestro en islandés, feliz como un muchacho con zapatos nuevos.

Mirar hacia otra parte. En el País vasco sabemos algo de eso. Por cierto, el joven que miraba hacia otra parte hace un par de semanas en un vagón de tren mientras golpeaban a una joven inmigrante también era argentino. Claro que no era Borges, ni sabía islandés.

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