Sorbos de lluvia y whisky de malta
Vaivenes de luz y chubascos en el Edimburgo más encantador
Caminar en Edimburgo bajo la lluvia, cuando el cielo se abre de pronto y brillan los adoquines de granito, es una rara experiencia, de las que permanecen largo tiempo en la retina y en las piernas. En la retina, por los tonos que la lluvia arranca a los colores; en las piernas, por las muchas pendientes. El recién llegado se ve rodeado por sensaciones opuestas: extrañeza y familiaridad, entusiasmo y nostalgia, la conciencia informe del ahora y el deseo hambriento del pasado.
Descendiendo por las anchas calles paralelas que desembocan en Princess Street, todas ellas presididas por una estatua en bronce de algún personaje ilustre, uno se encuentra con el verde increíble de un paisaje que parece soñado: el castillo colgado de la colina que fija un pasado de furor y defensa, el tiempo de los corazones ardientes (bravehearts) que lucharon ¿para qué?, uno se pregunta, pues en Escocia siguen empeñados en alzar el muro que les separa del vecino inglés. La primera intención es ganar la cima y ver la ciudad desde allí. Para ello hay que descender hacia los jardines y luego ir recorriendo los senderos que serpentean hacia arriba.
Edimburgo es una ciudad de un esplendor decadente y llena de vitalidad que puede verse y sentirse desde muchos ángulos. Uno es el castillo y otro es la colina del Observatorio, Calton Hill, uno de mis favoritos, que combina la gigantesca columnata de un templo griego inacabado y la torre de Nelson, 143 escalones. El resto queda al albur del caminante: la ciudad vieja, con la Royal Mile y sus monumentos, y la ciudad nueva, con las espaciosas arterias George y Princess. Si uno desea ir lejos, los rododendros más vistosos de esta parte del hemisferio esperan en el Royal Botanical Garden, y la vista prodigiosa de Arthur's Seat, en el punto más alto de Holyrood Park, desde donde al atardecer Edimburgo parece la ciudad prometida al peregrino, requiere piernas robustas y altura de miras.
Es todavía verano, mediados de agosto, y la ciudad hierve con febril actividad. El famoso festival está en su apogeo: música, danza, teatro, literatura, y también la Feria del Libro de Edimburgo, que ha ganado fama, convirtiéndose en una de las más antiguas e importantes en el mundo anglófono.
La presencia de pesos pesados este año, como Margaret Atwood, Norman Mailer o Ishiguro, lo prueba. La gente se agolpa en las carpas instaladas en la preciosa plaza de Charlotte Gardens, rodeada de fachadas georgianas. Y paga gustosa su entrada para ver y escuchar a sus autores favoritos. Una enorme librería preside el Book Festival, así como un incombustible entusiasmo -muy escocés, muy de esta ciudad de novela- por la palabra impresa, por mundos imaginarios y poéticos.
Pero no es necesario entrar en el corazón de Charlotte Gardens para empaparse de lo literario. Basta perderse por ahí. Edimburgo es una ciudad escrita y de escritores. Ha dado fenómenos como Stevenson, Conan Doyle y la creadora de Harry Potter. Múltiples rincones -plazas, calles, jardines, pubs- rezuman episodios de novela, piden a gritos que alguien recite un poema o lo componga, si tiene arrestos.
En el festival corrió el rumor de que J. K. Rowling había sido vista en algunos pubs de la ciudad escribiendo su próxima obra, ya no de Harry Potter, sino una novela de misterio, como se llamaba antes a los thrillers. El aprendiz de mago salió de uno de esos pubs, cuando la ahora millonaria no tenía ni para la calefacción y escribía en cafés. Rowling busca de nuevo en ellos aquella inspiración feliz y todavía sin editor.
Por mucho que el festival convierta la ciudad en un escenario lleno a rebosar de espectadores ávidos e insaciables, lo que le va bien a Edimburgo es la lluvia, la fronda de un parque y la luz gris que incide sobre un libro abierto en una buhardilla. Incluso en esos días atareados, cuando el espectáculo se adueña de todo, puede uno encontrar céntricos lugares vacíos. Recomiendo al caminante que abandone el bullicio del centro y se acerque a Dean Village.
Hay que descender; en Edimburgo siempre se asciende o desciende. De camino me encontré con un club de natación, una de mis debilidades en cualquier ciudad que visito. Era un misterioso edificio de ladrillo rojo y su puerta estaba cerrada hasta que se dispuso a entrar una mujer con una tarjeta magnética. La gente de Edimburgo es de natural atenta y amable, y esa dama que parecía profesora de Hogwarts me explicó que se trataba de un club privado, y yo le expliqué que mi intención era nadar unos cuantos largos. Al saber que era un escritor del festival, me invitó a entrar haciendo uso de sus prerrogativas de socia natatoria. Por desgracia, yo no llevaba el bañador encima en ese momento (hay que llevarlo puesto siempre, como hace Murakami, gran nadador), de manera que continué mi paseo hacia las entrañas de Edimburgo, que consisten, desde luego, en el agua.
Fronda acuática
Un riachuelo selvático, Water of Leith, de aguas color whisky-blend, discurre entre vetustas casonas amorosamente ahogadas por la hiedra y el silencio. Un diminuto y secreto Edimburgo, como una aldea sumergida, late aquí escondido. Es como descubrir que la urbe monumental y burguesa, la ciudad opulenta que siempre quiso hacer olvidar Londres, es un decorado. Las raíces están aquí. Y un tortuoso, filosófico paseo cercano al agua resulta ser el mejor lugar para entender ese orgullo sencillo que distingue a las gentes de Edimburgo. No hay bancos, ni amantes ni gatos. La gente pasa y desaparece en un recodo de la fronda acuática. De vez en cuando se ven las torres anglicanas de Saint Bernard's Well y un inesperado templete romano, al otro lado del río y entre los árboles.
Aparte de Leith y del Dean Bridge (lugares que nadie visita), lo que más me gusta de la capital de Escocia es sumergirme en el fondo de terciopelo verde de un pub y un banco de los de sentarse adoptado en el Observatorio, desde donde se puede contemplar la ciudad, sus pompas y sus obras. Para perderse en penumbras, hay buenos pubs detrás del castillo, un barrio con librerías de viejo y calles sin propósito aparente, y en realidad por todas partes. La lluvia creó los pubs escoceses. Y el sol traidor hizo que se multiplicasen, pues esos rayos que deslumbran al entrar con prisas en el pub son anuncio de nuevos, inminentes chubascos.
Si no dispone usted de editor in situ, le saldrá caro probar un buen malt de nombre desconocido, pero valdrá la pena. Olvídese de todos los whiskys que haya bebido, por muy añejos que fueran. Basura destilada, vergüenza del agua y la fermentación. El perfume viene de un granero de otro mundo, y la copa se sirve con tapa de cristal para que no se pierda. Luego hay que compararlo con otro malt, esta vez más claro y profundo, como si hubiese sido obtenido del fondo de un glaciar, en las tierras altas.
En cuanto al banco en cuestión, fue adoptado, o donado (véase la placa de bronce), por Doreen Elizabeth Archibald. La vista que ofrece es bastante completa y resulta especial porque el castillo no domina, sino que deja el protagonismo al resto. Los puentes que unen las épocas, las estatuas, las columnas, la lluvia y las torres, así como el sonido, sí, de agua, de las gaitas, que llega a este banco como la música triunfal de muchas fuentes cantarinas, como si quisiera alegrar a Doreen Elizabeth, que amó tanto Edimburgo.
José Luis de Juan (Palma de Mallorca, 1956) es autor de Campos de Flandes.
GUÍA PRÁCTICA
Cómo llegar e información- Easyjet (www.easyjet.com) vuela a Edimburgo desde Alicante, Madrid yPalma de Mallorca. Ida y vueltadesde Madrid, a partir de 52,26 euros. - Flyglobespan (www.flyglobespan.com) vuela desde Alicante, Barcelona, Gran Canaria, Ibiza, Lanzarote, Málaga, Murcia, Palma de Mallorca y Tenerife. En diciembre, desde Barcelona, ida y vuelta, a partir de 92,26 euros.- Iberia (902 400 500; www.iberia.com), ida y vuelta desde Madrid, 340 euros.- Turismo de Edimburgo (00 44 15 06 83 21 21; www.edinburgh.org).- Turismo de Escocia (www.visitscotland.com).
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