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Columna
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Doris Lessing

Elena Poniatowska

Subió al escenario una mujer pequeña de pelo entrecano recogido en la nuca. Muy austera, vestida de oscuro, era fácil que pasara inadvertida. De pronto, cuando se sentó, vi sus zapatos. Eran rojos. Rojos como los de la Caperucita Roja, rojos como los de las bailarinas de flamenco, rojos como los de las vedettes del Moulin Rouge, rojos como los del Mago de Oz, rojos comunistas, rojos que te quiero rojos, rojos de García Lorca. No lo podía creer y Charo Alonso, mi amiga doctora en Letras de Salamanca, y yo enrojecimos al unísono.

Baja y contundente, las verdades que decía con una voz tranquila me la recordaron una vez en México, cuando la conocí en un banquete en la Sociedad de Escritores en el que nadie supo dirigirle la palabra. A ella no pareció importarle esa comida inútil. En Oviedo, Doris Lessing estaba contenta, de ahí los zapatos rojos. Habló de su libro El viento se llevará nuestras palabras, sobre sus viajes a Afganistán, y su voz resonó alta y justiciera porque ese año Estados Unidos lo bombardeó. "Bush y Blair tienen la culpa". A una pregunta del público respondió que la literatura tenía que ser autobiográfica sin que se notase, que no creía en la literatura femenina ni en la bondad innata de las mujeres que llegan al poder y que su origen africano la hacía sentir una fuerte empatía con los países que sufren atropellos. Charo Alonso se entusiasmó: "Es una mujer con un profundo conocimiento de la política, una mujer comprometida, que vota, que se involucra con el barrio en el que vive -nada pretencioso-, que acude a una librería vecina donde compra todas las novedades y hace numerosas lecturas de su obra en forma generosa y fuera de todo divismo. Tiene un hijo inválido que cuida personalmente".

El 26 de octubre de 2001, hace seis años, Doris Lessing recibió el Premio Príncipe de Asturias. La vi en Oviedo unos días antes porque dio una conferencia en la universidad. Esos días de Oviedo fueron un sueño. Desde la ventana del hotel veía la aguja de la catedral iluminada. Las calles sin coches me parecieron tan entrañables como las estatuas. Doris Lessing era una de ellas, caminaba recatada y a cada momento Charo y yo nos tropezábamos con sus palabras de mármol y de bronce. Había ido a inaugurar la biblioteca que Marta Portal donó a Oviedo y Charo Alonso y yo coincidimos con Doris Lessing. En su discurso frente al príncipe de Asturias hizo un alegato a favor de la integración de las distintas culturas: "Érase una vez un tiempo -y parece muy lejano ya- en el que existía, y era respetada, la persona culta". Y terminó: "Cuando me siento pesimista por la situación del mundo, a menudo pienso en aquella época, aquí en España, a principios de la Edad Media, en Córdoba, en Granada, en Toledo, en otras ciudades del sur, donde cristianos, musulmanes y judíos convivían en armonía: poetas, músicos, escritores, todos juntos, admirándose los unos a los otros, ayudándose mutuamente durante siglos. Esta maravillosa cultura duró tres siglos. ¿Se ha visto algo parecido ahora en el mundo? Lo que ha sido puede volver a ser".

Al leer El sueño más dulce -definitivo para enterrar los ardores comunistas según Charo Alonso- siento tristeza. Repito cabizbaja una de las respuestas de la ganadora del Premio Nobel 2007. "Los idealistas son gente muy peligrosa. Las utopías convierten a los hombres en salvajes que se matan los unos a los otros".

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