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Reportaje:PURO TEATRO

Fool's Paradise

Marcos Ordóñez

Hubo una época, y buena época era aquella, pese a la negrura circundante, en la que llegaban a nuestro país, vía cinematográfica o por la televisión fronteriza, los mejores cómicos franceses. Hablo de los años sesenta del siglo pasado. Hablo del Tati de Mi tío y Play Time, del Funes de La gran juerga, del carablanca Pierre Étaix de El gran amor y Mientras haya salud, del pelirrojo y desgalichado Robert Dhéry de La bella americana y Busquen al 202, de los monólogos de Fernand Raynaud en TF-1, o de aquellas grandísimas payasas que fueron Jacqueline Maillan (Pouic-Pouic, Mathilde) o Annie Fratellini, la mujer de Pierre Étaix, por cierto. Brontosaurios de oro (o sea, brontosáureos), sepultados por el chapapote de la desmemoria, esa marea arrasadora que también cubre aquí a los que emergieron una década después, desde Rufus a Caubère o Les Inconnus pasando, faltaría más, por Jérôme Deschamps. Decir Deschamps (otro "por cierto": sobrino de Tati) quiere decir también Macha Makeïeff, unidad indivisible desde hará cinco lustros. En esos 25 años, el tándem Deschamps & Makeïeff ha cocinado otros tantos espectáculos, de los que aquí habremos visto apenas tres o cuatro. Yo recuerdo C'est dimanche (Romea, 1988), Lapin Chasseur (Expo de Sevilla) y, al año siguiente, en el Mercat, Les Frères Zénith. Fin de las visitas. Si pillabas por satélite el Plus francés, ahí estaban, en contundentes relámpagos, las apariciones de Les Deschiens, que han creado escuela: César Sarachu y Esperanza Pedreño, de Camera Café, son, conscientemente o no, hijos de esa estirpe maravillosa. Para ver "lo nuevo" de Deschamps-Makeïeff tenías que ir a Aviñón o a Chaillot, o cazarles en gira por el sur de Francia. Temporada Alta (que sigue siendo, no me cansaré de decirlo, el mejor festival de España) se ha marcado el detallazo de presentar en el Municipal de Girona, con un éxito despiporrante, "lo nuevo" de la pareja y su troupe de perros perdidos sin collar: Les étourdis, estrenada en Nimes en 2004. Sus nueve protagonistas (diez, contando a la perrita Lubie) son cómicos de precisión milimétrica y gracia por quintales, pero la gran estrella, el gran descubrimiento de la velada ha sido para mí (y diría que para todo quisque) el extraordinario Patrice Thibaud. Hará cosa de tres semanas les hablaba de un clown fuera de serie, James Thiérrée, el nieto de Chaplin, y ahora llega Thibaud, tan renovador y tradicionalista como su compañero. A diferencia de nosotros, los franceses se las pintan solos para mantener y reinventar las esencias. Thibaud tiene padres conocidos: la vocecita desvalida de Bourvil, la gestualidad psicótica de Funes y la malignidad, tan cercana a W. C. Fields, de Reynaud. Ramón Fontseré, otra máquina transformista, podría ser su hermano catalán.

Thibaud tiene la ligereza y la alucinante precisión gestual de los grandes maestros de la pantomima

Les étourdis transcurre en un espacio muy à la Tati, una fábrica como la del cuñado de Hulot, que fue muy moderna en su tiempo y ahora es casi una reliquia donde nada funciona: sillas de plástico descascarillado, puertas batientes como bofetones, vidrios que estallan fuera de campo, timbres como silbatos militares, aspiradores que echan a andar de repente y cajas que se convierten en pozos sin fondo. Thibaud es el jefe, un tirano molieresco que ametralla a sus empleados con órdenes contradictorias y despóticas. Sus empleados son los étourdis titulares, los atolondrados, los que viven en las nubes y nunca tienen prisa y jamás encuentran lo que les piden, a diferencia de ese pájaro obsesivo, en permanente estado de histeria febril, que vive manoteando teléfonos, interfonos, inútiles mensajes en tubos neumáticos (no veía un trasto de esos desde Besos robados). A Thibaud no le hacen maldita falta, porque inventa todos los sonidos, todos los objetos, todos los desastres imaginables. Lucha con una máquina de escribir invisible (ahí, puro Lewis) o con un folio infinito, piafa y cocea como un caballo impaciente, nos hace creer que una cesta oculta un gato furioso y, en uno de sus grandes solos, transforma dos sillas plegables en un avión de combate para mutar, delirante y megalómano, en el mismísimo Barón Rojo. Te cruzas por la calle con Thibaud y ni le ves: de hecho, cuando se presentó a una prueba, tras años de vagabundeo y desastre escolar, la Makeïeff ni se fijó en él. Calvo, tripón, desmañado, uno de tantos. Y es justo al revés: no es uno, es tantísimos que no puedes dejar de mirarle. Acaba agotando, como los niños hiperactivos y superdotados, pero tiene la ligereza y la alucinante precisión gestual de los grandes maestros de la pantomima, levantando gags como catedrales góticas, tiernos y blancos o negrísimos y feroces, como el del gato, el del pez machacado, el de la cocotte-minute para asar cabezas rebeldes. "Los otros" también mandan lo suyo, como en Perdidos. Hervé Lassïnce, que habla en un idioma inventado, tan feliz e incomprensible como "le Shaga" de la Duras. Jean Delavade, con la mirada tropical de Henri Salvador y el mechón vencido de Manolo Gómez Bur, proclamando su plan de felicidad diaria: "Canto por la mañana, bailo por la noche, y por la tarde hago la siesta". Los atolondrados, escribió Daniel de Almeida, "cantan y bailan su dulce renuncia a integrarse en el frenético mundo laboral". Dolly (Nicole Forestier), una Castafiore americana, canta Elle était si jolie; Jackie (Catherine Gavrilovic), tan victimizada como el forzudo Luc Tremblais, gorjea y danza, a la que el jefazo se da la vuelta, el espumoso C'est la fête, de Michel Fugain. Gaetano Lucido, lúcido por sonámbulo, empuña su ukelele como un arma secreta, igual que ese acordeón rojo que Pascal Le Pennec despliega en los peores momentos, ventana de sol en una mañana de lluvia. Y la listísima perrita Lubie, quintaesencia totémica de la insumisión en estado puro, que hace siempre lo contrario de lo que le ordenan. Quizás por su mudo y pertinaz magisterio, la oficina de Les étourdis acaba cubierta por un diluvio de repentinos papeles, aviones infantiles que caen del cielo abierto como si los críos de Cero en conducta hubieran tomado definitivamente el poder. -

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