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Columna
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Ópera anfibia

Cualquier conductor imprudente pillado en falta con una sobredosis de mistela y conduciendo por esa psicodelia de asfalto que es la autovía de Llíria, perdería todos o buena parte de los puntos del carné de conducir y podría ser inducido hacia un curso de reciclaje para familiarizarse de nuevo con las normas de circulación. Cuando se olvidan o soslayan los conocimientos básicos, llega la hora del reciclaje. Santiago Calatrava acredita, dicen, un expediente académico ejemplar y una obra catalogada cuya gloria alcanza más allá de las enciclopedias. Pero a la vista del naufragio sufrido por el Palau de les Arts, así en el sobrecoste como en el paisaje después del chaparrón, tal vez ha llegado la hora de reciclarse en asignaturas, no sé si troncales u optativas, pero que tengan que ver con edificación en cursos fluviales, manual contra goteras, y trencadís: precios y medidas, entre el resto del índice de materias necesarias para mantenerse entre los dioses del olimpo.

Sobre todo ahora que Rita Barberá, que también sabe nada de casi todo, se atreve a pronosticar que del río no entró ni una gota, sin precisar si fue porque no había entradas o porque en aquel mercante está reservado el derecho de admisión. Sobrados de información como vamos sobre los efectos de la avenida entre atriles de lujo y butacas ciegas, no sabemos de la misa la mitad. Cayeron 170 litros o así por metro cuadrado, pero podemos imaginar sin apenas margen de error que con un par de velas y un plus de generosidad por parte del chubasco, a estas horas el emblema arquitectónico surcaría el océano, como inspirado en la célebre secuencia de los Monty Python y su sentido de la vida.

Se comprende, por lo demás, que la consejera de espectáculos racanee explicaciones a la leal oposición, con la excusa de que no es momento de buscar responsables. Al menos mientras sigan achicando agua del paquebote. ¿Y qué va a decir, corazón de buen alma? Que con los 300 o más de 400 millones -los historiadores dirán- de sobrecoste, suma y sigue, se habrían podido dotar conservatorios, becar educandos de las bandas de música, informatizar colegios -incluso públicos-, preparar los hospitales ante la tradicional contingencia que se derivará de los colapsos por gripes y resfriados en temporada alta, etc. Poco han estirado la imaginación en la hora de improvisar explicaciones. Será por la humedad, pero puestos a fabular, como aquel mandatario que vaticinó la pérdida de categoría de la Ópera de Sydney ante la glamurosa irrupción del Mazinger de Calatrava, podrían sacar pecho por lucir la primera ópera anfibia del planeta, un homenaje tardío al Nautilus de Julio Verne, con el capitán Nemo tocando el piano con pulpo al fondo. Si en el primer embate las aguas cubrieron hasta la quinta fila del patio de butacas, la consejera Trini ya puede dar el parte de novedades para el próximo estreno: Lorin Maazel dirigiendo entre atunes y berberechos, para un público adaptado al medio. Los caballeros, con escafandra de diseño en lugar de esmoquin. Las señoras cambiarán el tacón alto por aletas de submarinista. Anem a més.

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