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Columna
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Argumentos musicales

Rafael Argullol

Quizá porque está muy cercano el Día de los Difuntos me he topado estos días un par de veces con Don Juan. En la primera ocasión Don Juan aparecía en una película de Ingmar Bergman que yo no había visto con anterioridad, y que es una auténtica delicia. Se trata de El ojo del diablo, aunque tal vez el título original, o al menos el más adecuado, sea El orzuelo en el ojo del diablo.

En el inicio de la película, Bergman cita un proverbio irlandés: "La castidad de una muchacha es un orzuelo en el ojo del diablo". Y, en efecto, en su trama el diablo se ve afectado por un molesto orzuelo a causa de la existencia de una chica casta. Para remediarlo no se le ocurre otra cosa que enviar a Don Juan, condenado eternamente en el infierno, al mundo de los vivos para seducir a la muchacha. Don Juan -un Don Juan medio sonámbulo, magnífico- acepta de mala gana y se hace acompañar en la aventura por su siervo, un Leporello viejo y trasnochado que también pena en el infierno.

La música es el único arte que incluso puede soportar la llegada del convidado de piedra

Las cosas en la superficie no van como Don Juan, de acuerdo con su fama, había previsto. La muchacha accede finalmente a su compañía, pero no como consecuencia de sus labores seductoras, sino por algo parecido a la compasión. Para empeorar el lance, Don Juan se da cuenta de que se ha enamorado de la que tenía que ser su víctima. Sin poder hacer ya nada más, es reclamado de nuevo por el infierno y recibido por el diablo, quien, cumplidas las condiciones para la curación de su ojo, se ha librado del enojoso orzuelo. El pobre Don Juan, enamorado y abandonado, siente, tras su regreso, que su castigo infernal es aún mayor que antes. La respuesta del diablo es brutal (y muy bergmaniana): "No hay castigo suficiente para quien ama".

Durante toda la película no pensé en otro Don Juan que en el de Mozart, acaso porque el propio Bergman fue siempre muy mozartiano y recordaba su espléndida versión de La flauta mágica. Imaginé su Don Juan como el Don Giovanni de la ópera tras pasar una buena temporada en el infierno. Es decir, calmada la arrogancia y convertido en candidato para sufrir de verdad mediante el enamoramiento.

Mi segundo encuentro reciente con Don Juan ha sido en el libro de Eugenio Trías El canto de las sirenas (Círculo de Lectores, 2007), al leer el capítulo dedicado a Mozart. Lo leí muy pocos días después de ver la película de Bergman y me pareció advertir una implícita continuidad entre ambos tratamientos. En El ojo del diablo la pasión transgresora de Don Juan ha sido filtrada y atemperada por la estancia en el Hades, pero, aunque sea espectralmente, todavía se presenta con toda la fuerza de su dimensión trágica y cómica.

Y es esta misma dimensión la que analiza sobresalientemente Eugenio Trías en su libro, colocando a Don Giovanni ya no sólo en el centro de la obra de Mozart, sino en el corazón mismo de la entera historia de la música. Resulta desde luego casi imposible identificar otra pieza artística (en cualquiera de las artes) en la que fuerzas tan contrapuestas como las que están en juego en esta ópera choquen con tanta sutileza hasta converger en un equilibrio delicado y rico entre erotismo y espiritualidad. Trías muestra con sólidos argumentos musicales que los distintos puntos de tensión de la música mozartiana confluyen, de una u otra forma, en Don Giovanni.

Argumentos musicales es, justamente, el subtítulo que acompaña a El canto de las sirenas. Cuando la lectura del capítulo dedicado a Mozart coincidió azarosamente con la visión de la película de Bergman yo ya había recorrido algunos de los apasionados argumentos expuestos en el texto de Trías. Con posterioridad, al recorrer el resto, pude comprobar la importancia capital del libro como una suerte de interpretación musical del relato que el hombre se ha hecho de sí mismo. O de los mitos que, para interrogarse, se ha regalado.

En un libro de la extensión y de la ambición de El canto de las sirenas hay muchos momentos antológicos que nos ilustran acerca del destino de la música occidental. Absolutamente sugestiva es, al inicio, la asociación entre la música de Monteverdi y el mito de Orfeo, con la particularidad de que los sucesivos componentes de este ciclo mítico (el poder de encantamiento, el descenso al subsuelo, el despedazamiento del héroe, la resurrección) son expuestos como los atributos esenciales de la música misma.

No menos aleccionadores son los argumentos musicales que da Trías para contraponer teológica y filosóficamente las dos Pasiones de Bach, o para fundamentar la radical originalidad de Haydn en su existencia monótona, o para situar la revolución de Schönberg entre la balbuciente hondura de Moisés y la atropellada expresividad de Aaron.

Gran libro, El canto de las sirenas, que mi memoria, estoy seguro, guardará vinculado a la película de Bergman, aunque sea por este derecho soberano que tiene la memoria a ser arbitraria en sus vinculaciones. La música es el único arte que incluso puede soportar la llegada del convidado de piedra. Y mientras éste llega, Don Juan siempre podrá cantar aquella propuesta de libertad que tanto nos gusta: Vivan le femmine, viva il buon vino!

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