Se escaqueó
Cuánto riesgo afrontó el utópico jurado del Príncipe de Asturias al premiar a Dylan, ese desdeñoso hijo de Rimbaud que como el Espíritu Santo está en todos los sitios pero jamás se hace corpóreo. La sangre plebeya del judío de Duluth, del hombre sabio que sabe que el misterio hace imperecederas a las leyendas con causa, decidió no contaminarse con el homenaje que le concedía la artística sangre azul. Lástima. Se hubiera sentido fraternalmente acompañado con ancianos que al mirarse el número tatuado en su brazo y en sus pesadillas saben que sobrevivieron milagrosamente a un infierno excesivo, con gente de su inteligente y masacrada raza.
El caprichoso rey Dylan sólo muestra su embeleso público cuando le da la gana. Ni siquiera cuando le reclaman los príncipes reales. A veces se hace cristiano y a veces golpea su rizada cabellera contra el Muro de las Lamentaciones, pero siempre se dosifica. Miento. Cuando se postró de rodillas ante Wojtyla y esos ojos que lo han visto todo se humedecieron, su colocón espiritual o químico desafió todos los límites del escándalo.
Los ortodoxos y los maniqueos lo tenemos jodido con él. Pero seríamos capaces de perdonarle aunque hiciera dadaísta campaña por Bush. A cambio, por supuesto, de que siga pariendo las canciones más hermosas de este mundo y del otro, sin aflojar, a su inimitable rollo. El filósofo Boskov definió lo indefinible con una sentencia inapelable, digna de Galileo o de Groucho Marx: "Fútbol es fútbol". Pues eso. Dylan es Dylan.
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