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Columna
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Cuatro preguntas

Vi el jueves, en la primera página de este periódico, la foto del pleno del Congreso de los Diputados vacío mientras el ministro de Economía, Solbes, participaba en el debate sobre los Presupuestos Generales del Estado. En la foto de Gorka Lejarcegi se ven los asientos del PP, un montón de escaños y una única diputada, así que no sé si había más gente en la otra mitad del hemiciclo. Votamos, pero no conocemos ni el nombre de nuestros parlamentarios. Los diputados son invisibles o, más aún, insustanciales, según demuestra esta foto. ¿Dónde estaban en ese momento los representantes de las ocho provincias andaluzas, de Almería a Huelva?

Parece interesante el asunto que se discutía en el Congreso, los Presupuestos Generales del Estado, o por lo menos aquí provoca cierta exaltación, a propósito de si Andalucía se lleva más dinero que nadie, y no por codicia, sino por espíritu deportivo, como si la política se hubiera reducido a un campeonato entre selecciones regionales. Los parlamentarios, que podrían ser un ejemplo de participación, se han convertido en monumentos a la pasividad política. Son peones a las órdenes de los aparatos de partido, que les dictan el voto. La escena del Congreso vacío me lleva a imaginarme la misma situación en una fábrica o unas oficinas. ¿Provocaría un despido masivo de trabajadores ausentes?

Quizá los Presupuestos tengan poco interés real. El reparto del dinero se acuerda bilateralmente entre el Estado y sus Comunidades Autónomas, y los votos se contabilizan antes de la votación, según las instrucciones de los jefes de partido. Así se justifica la invisibilidad absoluta de los diputados. La política que se traslada a la calle deja indiferente o turulata a la mayoría, testigo de enfrentamientos espectaculares y falsos a propósito de cuestiones sentimentales como las banderas, los himnos y la página de sucesos. Los parlamentarios se abstienen de estar presentes en momentos que se suponen importantes, y la invisibilidad de los diputados es una invitación a que los ciudadanos se abstengan de votar. ¿Cuántos de los 71 parlamentarios por Andalucía estaban presentes en el Congreso cuando Gorka Lejarcegi hizo su foto?

Paso a otra pregunta, más recreativa. La mejor novela policiaca que he leído en mucho tiempo es La interpretación del asesinato, de Jed Rubenfeld. Cuenta el viaje de Sigmund Freud y Carl Jung a los Estados Unidos de América en el verano de 1909. Un asesino sádico amenaza a las herederas de las mejores familias de Nueva York. Un joven discípulo de Freud se convierte en investigador criminal mientras psicoanaliza e intenta devolverle la memoria a una superviviente de los ataques del maníaco. Los cadáveres desaparecen del depósito o aparecen en un baúl en el cuarto de un obrero chino. Hay millonarios y políticos angloamericanos que construyen el Puente de Manhattan, y un detective llamado Littlemore, que en otros tiempos aquí se habría llamado Pocomás, igual que al mayordomo Passepartout se le llamaba Picaporte en las traducciones españolas de La vuelta al mundo en ochenta días.

La vampiresa riquísima de la novela, Clara Banwell, está de pronto "en un cuarto de baño de tipo turco, con azulejos mudéjares de Andalucía", prueba de un gusto exquisito y decadente. Clara es una Venus fatal que adora el orientalismo, lo turco, lo andaluz, lo mudéjar, y yo me pregunto de dónde han salido esos azulejos andaluces, si los desmontaron de algún palacio antiguo y los transportaron a América. Había magnates yanquis que se llevaban piedra a piedra castillos románicos castellanos a California o a Nueva York. O quizá existió a principios del siglo XX un comercio de materiales de construcción con América, parte de una sociedad atlántica andaluza hoy perdida. Me gustaría saber la historia de los azulejos mudéjares en el baño de Clara Banwell.

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