Políticos, espías y cinéfilos
Washington, arte y diversión en la capital federal de Estados Unidos
Del poder dicen que corrompe, seduce, engancha y erotiza. De Washington, también dicen que es una "ciénaga" llena de "sanguijuelas" y "carroña" donde unos pocos deciden sobre la vida y la muerte de todo un planeta. Un paseo por la retícula de calles de la capital federal de Estados Unidos permite circunvalar la Casa Blanca, arrimarse al Capitolio o husmear ante la sede del Fondo Monetario Internacional o el Pentágono..., incluso en vehículos anfibios. Un periplo para morbosos a quienes no intranquilice el súbito desembarco de un enjambre de megahombres armados frente a un hotel en el que se aloja, un suponer, el primer ministro israelí, o las innumerables órdenes que se reciben sobre cuestiones de seguridad en cada uno de los hitos del poder-poder.
Washington DC (Distrito de Columbia) es sinónimo para el imaginario estadounidense de grupos de presión sobre congresistas y senadores, odiados impuestos federales, corrupción, intrigas. Quizá por eso exista aquí un Museo Internacional del Espía, que organiza giras por "los 25 lugares más notorios para el espionaje de los últimos 65 años" (79 dólares, 58 euros).
Como el bar donde Aldrich pasó los nombres de 25 espías que trabajaban para Estados Unidos en la antigua Unión Soviética, o la mesa del restaurante Occidental, en el hotel Willard, donde, en 1962, un periodista y un agente del KGB comenzaron a desactivar la crisis de los misiles que quería instalar en Cuba la URSS, cuando la guerra entre las dos superpotencias estuvo en un tris de dejar de ser fría. En el vestíbulo (lobby) de este hotel se acuñó el concepto de grupo de presión.
Los cinéfilos gozarán buscando el banco en el que se sentó Forrest Gump junto al memorial de Lincoln, o comprobando que el monumento conmemorativo de la batalla de Iwo Jima está a la altura de lo narrado por Clint Eastwood. Y los melómanos, con los diferentes palos del blues y el rhythm and blues en algunos garitos de Georgetown, como el Blues Alley, una covacha deliciosa a pesar de que falta el humo denso de antaño.
Washington reproduce las desigualdades y las paradojas del mundo. Allí recalan los más poderosos, los más ricos, pero Washington tiene como primera industria el Gobierno federal (la segunda, el turismo), y sigue entre las zonas económicamente más deprimidas de todo el país. Hasta hace una década, el crack y los pistoleros hacían invivible el centro de la ciudad (tiene algo más de medio millón de habitantes), pero ahora los afroamericanos pobres viven al sur, al otro lado del impoluto National Mall, donde se concentran la mayoría de los ministerios y uno tiene la impresión de haber sido introducido en una impoluta maqueta gigante.
Una ciudad sin rascacielos
Los ciudadanos de la capital de la democracia más antigua de la era moderna no tienen derecho a que su representante en el Congreso vote las leyes más importantes, para enorme cabreo de quien actualmente ocupa ese puesto, la demócrata Eleanor Holmes Norton, que trata sin éxito de eliminar esa anomalía del sistema, según explica en los 10 minutos de reloj que dedica al visitante. Frente a la Casa Blanca pueden permanecer acampados personajes que protestan por las más diversas cosas, pero arrimarse demasiado a la verja para salir en la foto puede acarrear una bronca, al igual que fumar en lugar prohibido, aun al aire libre.
No hay rascacielos, porque el obelisco que conmemora a George Washington, el venerado primer presidente de Estados Unidos, marca el tope de la ciudad. Muy cómodo para el tráfico aéreo que cruza la ciudad incesantemente hacia el aeropuerto doméstico dedicado al ex presidente Ronald Reagan. El internacional de Dulles (se pronuncia muy parecido a Dallas, para desesperación de los hispanohablantes, que aquí son multitud) se encuentra a algo más de media hora en coche.
Políticos y caídos por la patria suman la mitad de Washington. De la otra mitad destacan los museos: la fabulosa Galería Nacional y los Smithsonian (gratuitos), pasando por el imprescindible Museo Aeroespacial. Impresiona tanto la sala donde se explica cómo unos fabricantes de bicicletas, los hermanos Wright, consiguieron volar hace ya casi 104 años, como la cápsula del Apolo o el cohete Saturno V. Un momento bíblico, cainita: Wilbur y Orville rifándose quién probaba primero el artefacto. Perdió Orville (era cuatro años menor), pero fue el primer humano en volar.
Además de los Smithsonian, hay otros museos muy interesantes, como el del Holocausto o el Nacional de las Mujeres en las Artes (10 dólares, 7 euros), dedicado a recopilar las contribuciones de las mujeres a la pintura y la escultura.
Las excursiones por los alrededores de la capital pueden incluir la casa de George Washington en Mount Vernon (lo mejor, las vistas del Potomac), o la encantadora y antiquísima Alexandria (fue fundada en 1749), o Annapolis, capital de Maryland y meca marinera de Estados Unidos. Allí tiene su sede la Academia Naval, donde estudian los futuros oficiales de la marina estadounidense, y donde se puede admirar el magnífico estado de los cañones que requisaron a los españoles en la guerra de Cuba.
Hay, además, un curiosísimo conjunto escultórico que representa a Kunta Kinte (Raíces) leyendo a unos niños. Y la bahía de Cheasepeak, que, con más de 300 kilómetros de longitud y 8.000 de línea de costa, es el mayor estuario del país. Un paraíso para navegantes que en otoño sustituye el bochorno casi tropical por los mil colores de los árboles en la Costa Este. Un espectáculo que, dicen, engancha y seduce aún más que el poder.
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