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LA NUESTRA | SIGNOS
Columna
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El héroe inverosímil

Me he detenido ya más de un par de veces en las películas de James Bond que Canal Sur está repasando ahora. Y me ha llamado la atención el fuerte contraste existente entre la saga del agente 007, especialmente la primera tanda protagonizada por Sean Connery, y las producciones con agentes secretos en misiones terribles características de los últimos 15 años (cualquiera de los productos con Bruce Willis dentro, por no hablar de Stallone o Segal). Las películas de Connery (el actor es, en este caso, un ingrediente decisivo en el resultado final de la fórmula) pertenecen todavía al género del entretenimiento; las otras son artefactos pensados para abrumar, ensordecer, anonadar.

No se me oculta que en las películas de James Bond el trasfondo de la guerra fría aporta un colchón ideológico suficientemente explícito. Pero no es menos cierto que ese trasfondo acaba teniendo unos rasgos tan esperpénticos, de gran guiñol, que difícilmente pueden ser tomados en serio por cualquier espectador. Me parece que ahí está la clave de que sean películas que todavía hoy resisten pasar un rato viéndolas, películas -si se me permite la expresión- amables: todo en ellas tiene un aire de inverosimilitud que, lejos de querer escamotearse, se deja ver abiertamente. Que James Bond se ponga un casco para salir volando propulsado por dos cohetes atados a la espalda es más una extravagancia de tebeo que una hazaña de héroe. El nivel de frivolización -también, ciertamente, de la muerte del adversario- puede resultar moralmente ambiguo, pero es precisamente esa ambigüedad lo que permite mostrar toda la ficción como un juego cuya diferencia con la realidad cualquiera percibe fácilmente.

De la misma forma que los malos a los que el héroe tiene que enfrentarse son malos de tebeo, él mismo no resulta mucho más serio que un cromo infantil. En las películas de James Bond hay una ausencia completa del discurso patriótico que se adueñó poco después del género y que hoy se ha exacerbado hasta hacerlo altamente tóxico. Y en esa ausencia de patriotismo es donde pueden crecer las señas de identidad de la serie, un verdadero acierto de la cultura pop de la época: el glamour como un refinamiento burlesco de los buenos y los malos, la ausencia de casquería, el ingrediente de humor que hay siempre implícito en los lances más truculentos, la ironía de un Don Juan que debe vencer y rendir a mujeres más masculinas que él (más agresivas y por lo menos tan fuertes como él), etc.

Y están, finalmente, esos grandes hallazgos, literales si se quiere, que hacen del 007 de Sean Connery (que prefiero al de Roger Moore, de unas pretensiones caballerescas más duras de tragar) un icono capaz de identificar un momento menos chusco del gusto popular. ¿No es un acierto que un individuo que encarna el Mal absoluto mate asfixiando la piel de su víctima con oro?

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