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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un ser de Cercanías

Andén, esqueleto de cemento y de madréporas de barrio, cadena de hombres, de mujeres que esperan encogidos por el primer frío de este octubre de llamas invisibles. En el bar del apeadero una gacela de pelo teñido despacha en la barra cuando puede y atiende a los pasajeros asomándose a la ventanilla. Cae la tarde del sábado por la lejana estación de tren de Sant Adrià de Besòs como arrojándose por un acantilado de horas muertas. Pero esta crónica de muchachas con bolsas de Zara y zapatos de tacón alto que esperan, que van y vienen junto a las vías, lo que quiere ser ante todo es un homenaje superviviente al maestro muerto en la luminosidad del verano, a Umbral, en su dandismo de escritor púrpura que no se conformó con ser articulista rojo. Digo que las jais pasean este atardecer con el dobladillo de los vaqueros vuelto, acaso para señalar, maestro, que todos tenemos el corazón reversible, y también pongo que los chinos andan con botellas de Coca-Cola en la mano, esperando como todo el mundo el tren, y que las luces de la térmica y de la incineradora se enciendan antes de que se encienda la luna tras su gasa de nubes, y que el viento helado del mar se estrelle contra las banderas de la fábrica de pintura, y que se obstina ese mismo viento en el exotismo triste de las palmeras de la playa, y que zarandea también las ramas de los plataneros, donde cada amanecer cantan los pájaros una canción tumultuosa con silbido de acero. Sobre el Umbral que de una manera sartriana empieza a escribir contra sí mismo, porque ya ha escrito contra todo, y que lee en Heidegger: "el hombre es un ser de lejanías", y que con este pretexto va alejándose cada vez más de todo lo que ha sido, es sobre el que me inclino para beber de su sangre, de su remolino aórtico, y escribir yo ahora que el hombre es en primera instancia, por lo menos aquí, en Barcelona, un ser de Cercanías.

Dos africanos negros, sentados en un banco del andén en dirección al Maresme, hojean con sus mochilas a la espalda un periódico que se distribuye por los locutorios, y en pie aguarda la llegada del tren un grupo de moras jóvenes con sus carritos de la compra llenos de cosas del Carrefour, y con sus bolsos de plástico en el brazo, apenas sin un euro en ellos, y con sus pantalones de mujer moderna pasados de moda, y con sus pañuelos tapándoles el cabello y dejándoles al descubierto el rostro de quien viene para dar la cara, y con sus sonrisas interminables, contentas de haber pasado juntas la tarde. Anuncia la megafonía una incidencia en la línea, y al tiempo otras líneas se caen por un agujero en el mundo de los muertos y de los absurdos, y se escapa también una pelota de un campo de fútbol que hay junto a esta estación, y un señor la devuelve de un chupinazo, y así todo este rato se va llenando de incidencias, que son incidencias de Cercanías, como la historia de ese hombre que reparte su currículum por los comercios, y mientras le llaman y no le llaman tiene que dormir en los cajeros, o la de esa chavala asiática casada con un español mucho mayor que ella, y tal vez más desdichado que ella, del que no ve la hora de separarse, o la del hombre que comparte con su mujer cama y orden de alejamiento, o la del cincuentón que aún vive con su madre y que anda a salto de mata de contrato temporal en contrato temporal, o la de la madre separada que tiene que llevarse a su bebé a las entrevistas de trabajo, o la del chaval que estaba siempre metido en líos y que ha acabado en la cárcel como su padre ("aunque no en la misma cárcel", especifica), cada uno, ya digo, con su incidencia, con su vida de Cercanías.

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