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Columna
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La 'excepción británica'

Se llamaba la excepción francesa a la respetable pretensión de París de proteger su cultura contra la marea del entretenimiento anglosajón; y el solo hecho de que así se bautizara prueba cómo hasta el lenguaje milita en campo contrario, porque, ¿desde cuándo respaldar lo propio, si además es europeo, ha de entenderse como una excepción? Pero, tal cual se ha demostrado una vez más en la reciente inmersión de la UE en Lisboa, donde se aprobó una versión cercenada de símbolos e inflada de términos, de un tratado o viceconstitución, la verdadera excepción de Europa es el Reino Unido.

El primer ministro neolaborista Gordon Brown, si no contrario, sí básicamente ajeno a la Unión, ha regresado muy ufano a su país, porque ha mantenido incólumes -como si fuera el defensor del desfiladero de las Termópilas- las llamadas líneas rojas, cuyo desmedro la nación británica parece que no puede en modo alguno soportar. Éstas son fiscalidad, seguridad social, política exterior, cumplimiento de los derechos fundamentales, y directivas de Justicia e Interior. Esto no es la Europa a varias velocidades, sino otra Europa autónoma y paralela.

Sin el Reino Unido no está completa Europa, y con el Reino Unido está más incompleta todavía

Pero ni siquiera esas líneas infranqueables sacian la voracidad soberanista de la opinión británica, porque los diarios populares, los tabloides que escriben para los bebedores de cerveza, quieren obligar al premier a que convoque un referéndum sobre el nuevo Tratado, con la esperanza de que éste sea rechazado y ponga sobre la mesa la retirada del Reino Unido de la UE. Pero tampoco es ésa la excepción británica, porque la eurofobia tiene cuando menos el mérito de la claridad. Si no nos sentimos europeos, no queremos serlo, están diciendo.

La excepción británica, por el contrario, la constituye el propio Gabinete de Gordon Brown y de todos los que lo precedieron desde el ingreso de Londres en la comunidad, a los que Bruselas ha consentido la negociación de cláusulas conocidas en inglés como opting-out o quedarse fuera. La excepción británica es, por ello, su capacidad de bloquear el progreso de Europa hacia la unificación, y la mansedumbre con que los Ejecutivos de Bruselas han recibido una bofetada tras otra. ¿Y a qué se debe, en cualquier caso, ese separatismo europeo?

Todo empezó (o se hizo visible) en el siglo XVI. El movimiento de reforma protestante, además de una enmienda a la totalidad a la Iglesia católica, fue un destronamiento moral de Roma, con la Monarchia Cristiana Universalis de Carlos V como expresión política. Inglaterra se sumó a la protesta luterana por razones básicamente nacionales. Lo inglés (que sólo desde 1707 se convertiría en británico) se ilustraba como el poder excéntrico por antonomasia al continente, enemigo de su eventual unificación, lo que en el consumo de la mitología local transformaba a Londres en el desfacedor de entuertos que acudía al rescate de la víctima cuando se veía en peligro la libertad en Europa. Desde los Habsburgo españoles a Hitler, pasando por Luis XIV y Napoleón, todos enemigos de la gran fuerza insular.

Y aunque el pueblo británico es hoy en costumbres, movimientos de capital, y hasta gastronomía, mucho más europeo que al término de la II Guerra Mundial, cuando aún existía el imperio, la fuerza motriz de la política nacional no ha variado gran cosa en lo telúrico. El Reino Unido sólo puede ser Europa bajo condiciones draconianas que determina Westminster, y el ascenso de la potencia norteamericana, con su matriz también anglosajona, no ha hecho sino reafirmar esa tendencia. Aunque a Estados Unidos no le quita el sueño la llamada relación especial con sus antiguos primos, Londres la tiene colgada en el perchero para reclamar su cumplimiento o rendirle pleitesía, cuando corresponda. Al primer caso pertenece la guerra de las Malvinas, donde sin el recurso logístico de Washington habría sido muy difícil no ya ganar la guerra a Argentina, sino incluso llegar al Atlántico sur; y el segundo, la guerra de Irak, donde Tony Blair pensó que convenía meter dinero en el banco para estar en condiciones de reclamarlo un día.

La cuestión que plantea la excepción británica es por todo ello crucial para el futuro de la comunidad europea. Sin el Reino Unido no está completa Europa, y con el Reino Unido está más incompleta todavía. Y quizá no sería tan malo que se celebrara un referéndum en el que los pro o los contra ganaran de manera decisiva. Si fuesen los pro, que, como Blair, creen en Europa pero se lo callan sigilosamente, podrían empezar a mirar a la UE de otra manera; y si resultaran los contra, como ocurrió con aquella balsa de piedra, las Islas se harían entonces, definitivamente, a la mar.

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