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Columna
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¿Quién la tiene más larga?

"Haz el glamour y no la guerra" exclamaron Boris Izaguirre y Ana García Siñeriz, con alegre desinhibición, en el plató de Chanel 4, después de un intenso debate sobre símbolos y banderas. Previamente, el periodista Antonio Albert había recordado la bella canción de Jorge Drexler, "perdonen que no me aliste/ bajo ninguna bandera,/ vale más cualquier quimera/ que un trozo de tela triste". Al empezar el artículo de hoy, sonoramente responsabilizada por el mandato patrio de Mariano Rajoy, me ha venido al teclado, como si tuviera alma propia, el recuerdo de ese momento televisivo y de ese poema. Será que mi adolescencia libertaria dejó huella en los pliegues del pensamiento, o será que estoy harta de las guerras de símbolos que, a ambos lados del Puente Aéreo, sacuden frecuentemente nuestros castigados tímpanos. Será, pero lo cierto es que, a pesar de tener una identidad nacional perfectamente ubicada en mi universo simbólico, y de considerar que, para bien y para mal, soy una ciudadana catalana en el mundo, es decir, pienso, hablo, siento a través de la herencia histórica que me ha legado mi nación, a pesar de todo no siempre me siento orgullosa de mi país.

Podría hacer un listado de las miserias que me cabrean, o de las debilidades que me agudizan el sentido crítico, o de los fragmentos de memoria colectiva que quisiera tachar de la historia. El concepto de orgullo nacional me parece una paranoia, una auténtica estupidez, sin duda ubicada en nuestro activo cerebro reptiliano. Me lo parece respecto a Cataluña y respecto a cualquier otra nación. Amar una identidad, defender una lengua, reconocer una memoria colectiva, formar parte de un "nosotros" definido no significa que uno sienta un orgullo irracional, generalmente siempre confrontado con el orgullo nacional de los otros. Personalmente, esa liturgia sobrecargada me recuerda a las competiciones de los chicos adolescentes, alineados en el lavabo de la escuela, observando quién mea más lejos, o quién la tiene más larga. La reflexión que me genera, por tanto, el vídeo del candidato Mariano Rajoy no nace de la aversión al concepto de "orgullo español", aunque tengo mucho por decir al respecto, sino de la aversión al concepto de "orgullo nacional". Generalmente, y la historia está llena, a patadas, de ejemplos, cuando los orgullos nacionales salen a pasear, la política de los pueblos se convierte en una cuestión de traseros y de estómagos. Por decirlo en plata: siempre la cagamos.

Dicho lo cual, el vídeo, la proclama nacional-patriótica y la puesta en escena son de manual de semiótica, semiótica pura, estudiada en cada detalle, desde lo conceptual hasta lo imaginario. Está todo: la bandera, el toque bibliotecario, el semblante serio, el hecho de haber grabado el discurso, como si estuviéramos en un momento crítico -por cierto, no me resisto a apuntarme a lo dicho por otros: Rajoy no quiere ser presidente, quiere ser rey de España...-, la apelación a lo deportivo y a lo mortuorio, etcétera. Con todo el paquete, Rajoy trabaja un único objetivo: situar el debate político a ras de suelo, en el terreno fangoso de los símbolos, en una competición delirante sobre quién es más patriótico. Por supuesto, reduce la cuestión al puro esqueleto y, despojada ésta de toda idea racional, el debate se convierte en una pelea irracional. "Orgulloso de ser español". ¿De qué España? ¿La que ama la pluralidad o la que la combate? ¿La que no se pierde en retóricas esenciales o la que sólo vive sin vivir en ellas? ¿La que ha protagonizado momentos relevantes o la que ha escrito páginas negras de la historia? ¿Cuál de las dos Españas machadianas, la del nodo y el bajo palio o la que luchó por su libertad? ¿La del Pazo de Meiras o la de la Expo de Sevilla? ¿Es la España del tradicionalismo cristiano o la que permite a los homosexuales casarse? ¿Es la España que, con la lengua, crea imperio, o la que se define por los distintos idiomas de los pueblos que la componen? En definitiva, ¿de qué España me habla el señor Rajoy cuando dice que se siente orgulloso de ser español?

Por supuesto, no me escandaliza, más allá de lo razonable. Que alguien que quiere ser presidente, se enfunde la bandera, la saque a pasear y venda retórica a cañonazos ni es ajeno a la política -a la mala política- ni es sorprendente. Pero es necesario subrayar que Rajoy hace trampa con material sensible, que lejos de ubicarse en el universo político a través de lo tangible y lo real, decide plantar la bandera en el territorio inhóspito de lo esencial, allí donde no habitan las ideas, sino las emociones más primitivas. Es decir, planteando el debate sobre la bandera de España, niega el debate sobre España. Rajoy, por tanto, se sitúa en el water de la escena pública, saca la bandera y embiste a Zapatero: la mía es más larga. Y situados en ese terreno, a ZP se le reducen las opciones. Si saca la suya, nos volvemos todos locos. Si no lo hace, la suya es más pequeña. Es lo que tiene reducir la política y la complejidad de un país a una cuestión de testículos.

Vuelvo a Jorge Drexler: "En este mundo tan separado/ no hay que ocultar de donde se es,/ pero todos somos de todos lados,/ hay que entenderlo de una buena vez". Pues eso...

www.pilarrahola.com

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